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Telefonitis, mal mortal…

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No voy a repetir la infame historia de mi página robada y mi teléfono bloqueado, insalvable el directorio, perdidos mensajes útiles y borrados mis contactos a los que no molestaré pidiéndoles sus números.

Total, como consta a mis amigos, nunca respondo llamadas por la simple, elemental razón de mi sordera, que los bien portados llaman capacidad diferente y otros la clasifican como disminución auditiva.

La cuestión es que ante la imposibilidad de desbloquear el aparatito que en cuestión de mensajes era valioso, indispensable, me vendieron uno nuevo, brillante, hermoso y con cuatro cámaras fotográficas.

Si, resulta de extrema idiotez: compras un teléfono para comunicarte con quienes debes estar conectado, y te sumergen, porque no hay otros, un chunche que muy ocasionalmente puede usarse para hablar con quien tenga un aparato igual.

Imposible leer el instructivo, impreso con una letra equiparable a excremento de mosca. Recurres al propio aparato que sugiere que lo enciendas y sigas las instrucciones. Me confieso torpe, en dos días continuos apreté los botoncitos señalados, mismos que pedían autorización para copiar mis materiales, ubicar el teléfono, acceder a los posibles contactos, abrir nuevas ventanas para juegos y otras estupideces.

Del fono nada y del feis, Messenger y guasap, ni sus luces.

No recuerdo cuando conocí el primer teléfono. Me acuerdo, eso sí, que se trataba de un artefacto de madera barnizado. Semejaba el frontispicio de una iglesia tradicional, que en la parte superior mostraba dos cazuelitas doradas entre las cuales un martillo que las hacía sonar cuando había una llamada.

Al frente un tubo, el micro, que se inclinaba para orientarlo hacia el usuario y al lado un cable burdo con una especie de tasa negra que era el audífono.

No había dial ni números. Para comunicarse, se descolgaba el receptor y se bajaba y subía varias veces el gancho que lo sostenía.

En la central telefónica, una dama frente a un tablero lleno de agujeros, jalaba el cable del solicitante y lo llevaba hasta el enchufe correspondiente. La operadora sabía vida y milagros de los usuarios y había ocasiones en que negaba la conexión porque del otro lado estaban fuera de la ciudad.No era un dato riesgoso. Las casas nunca se cerraban a la calle. Las puertas permanecían siempre abiertas y sólo un endeble enrejado impedía llegar al patio principal en cuyo entorno estaban las habitaciones familiares.Salimos de Morelia para avecindarnos en el Distrito Federal. Aquí, asombro mayúsculo: dos empresas, Ericsson y Mexicana prestaban el servicio, ya con teléfonos que lucían un disco con hoyitos donde había los números del uno al cero, y servían para conectarse sin demora y sin intervención humana.Tiempo después se fusionaron las empresas y comenzó la eterna transa. Para obtener la instalación de un teléfono, el solicitante debía adquirir acciones de la empresa.

La empresa las recompraba y el usuario perdía un porcentaje que quedaba en manos empresariales.Para el mejor control del negocio se establecieron los teléfonos comerciales y los familiares. Los primeros con un elevado costo.Todavía entonces era necesaria la operadora para comunicarse con otra ciudad, nacional o extranjera. El precio de esos enlaces era muy gravoso por lo que si había un familiar lejos, tenía que acordarse día y hora de la comunicación.

En zonas rurales el sistema era por radio, con aparatos que en la empuñadura llevaban una barrita que se oprimía cuando se hablaba y se soltaba para permitir al interlocutor responder. Tras cada frase se advertía: cambio, era la señal para el diálogo.También existían los llamados de punto a punto. Únicamente servían para enlace entre los dos aparatos que seguramente unían a determinadas instalaciones con sus oficinas principales.

En el pueblo, cuando comenzaron a instalar los primeros aparatos, la gente los protegía, las señoras les hacían unas hermosas cubiertas bordadas o de encaje. Se colocaban donde las visitas pudiesen apreciarlos. Era un lujo poco usual y diríamos que escasamente útil.

Nosotros teníamos el número 1341 y el hermano de mi madre contaba con el 741. Para hablar entre familia, bastaba un sonoro chiflido y a media cuadra, unos 30 metros, recibías la respuesta. El teléfono era sólo para presumir. Y prestárselo ocasionalmente a alguna vecina.

Vuelvo a mi teléfono actual: ya no son dos días como anote al principio, sino cuatro jornadas en busca del eslabón perdido. Se me ocurre, para darle una utilidad concreta, amarrarle una pita, cordel, lazo o listón y colgarlo del pescuezo.

Primero debo buscar imagen y forma de colocarla permanentemente en la pantalla. Una vez logrado, entonces como un Ovidio cualquiera o un Peje igual con sus escapularios, presumir mis santos. Tengo que hacer la consulta, en este caso podría ser La niña bonita que vendió el artilugio, o la mucho más bonita, mi hija Ana que fue la que hizo la transa sin consultarme.

Así va la vida. Hijos inconscientes que no pueden entender el anquilosamiento de su maduro progenitor. Y la incapacidad para entender algo más allá de descolgar el aparato y pedirle la conexión a quien conteste. Ni siquiera por número sino por nombre…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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