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Juárez, siempre Juárez

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Rodolfo Chena Rivas


El 21 de marzo se conmemora el natalicio de Benito Juárez, cuyo papel en la
formación del Estado mexicano es innegable. Sea en las versiones de los hombres de su
tiempo o en las de nuestros contemporáneos, unos y otros reconocen, con pasión o sin ella,
su legado político y jurídico, así como su indiscutible lugar en la historia nacional. Su papel
central y decisivo produjo el alumbramiento del Estado nacional mexicano, antecedido por un
tortuoso y largo proceso de gestación iniciado en 1808-1810, como lo apunta Reyes Heroles
en su estudio sobre el liberalismo mexicano. Las armas de Juárez fueron la Constitución de
1857, las Leyes de Reforma y una generación de notables pensadores y militares
acaudillados por él, que tenían muy clara la convicción de que la prueba histórica que debían
afrontar era ideológica y armada. Eso fueron la Guerra de Reforma (1858-1861) y la
intervención imperial francesa (1862-1867).

Los correligionarios de Juárez fueron Ignacio Ramírez, Santos Degollado, Ignacio
Manuel Altamirano, Vallarta, De la Fuente, Iglesias, Zamacona y, por supuesto, Guillermo
Prieto, Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada, y Melchor Ocampo. Krauze los llama “hombres
soberbiamente independientes” y da cuenta de la expresión que don Antonio Caso usara
para aludir a ellos: “Parecían gigantes”. Juárez buscó y ejerció el poder por la vía
constitucional, y la muerte le ¿impidió? hacerlo de otra forma como algunos han apuntado.

Nació en 1806 y ningún otro héroe, prócer o personaje de la historia nacional tiene esa
semblanza admirable y sorprendente que proviene de su condición étnica, orfandad,
marginalidad familiar, esfuerzo personal, educación, carácter y circunstancia histórica,
coronando una biografía que ha sido gloriada desde el mismo día de su muerte, la noche del
18 de julio de 1872, hasta nuestros días. Zapoteco, pastor de ovejas, estudiante de
jurisprudencia (abogado), litigante, regidor, diputado local, diputado federal, servidor público,
Fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca, cogobernante de su Estado (en el
triunvirato interino de 1846), gobernador, ministro, Presidente de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación, preso político y Presidente de la República. Tremenda biografía.

Sería en su último discurso como Gobernador del Estado de Oaxaca, en 1852, en la
apertura del primer período de sesiones ordinarias de la X Legislatura del Estado, que
sentenciaría: “Bajo el sistema federativo los funcionarios públicos no pueden disponer de las
rentas sin responsabilidad; no pueden gobernar a impulsos de una voluntad caprichosa, sino
con sujeción a las leyes; no pueden improvisar fortunas ni entregarse al ocio y a la
disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, resignándose a vivir en la honrosa
medianía que proporciona la retribución que la ley haya señalado”; oración, esta última, que
reiteradamente es invocada en alusión a lo que consideraba la responsabilidad en el trabajo
público. Juárez vivió sus ideas a cabalidad. Liberal, laico, estoico en su

convicción por la ley,
serio en el ejercicio del poder y adusto en su persona. El propio Krauze dice que Juárez
infundió a la silla presidencial la “sacralidad de una monarquía indígena con formas legales,
constitucionales y republicanas”.

Fuentes Aguirre (Catón) afirma que el mayor acierto de ese
“hombre indomable” fue mantener la Presidencia durante la invasión francesa, y da un
comentario final respecto del cual prefiero asilarme en la más humana valoración de lo que
puede decirse de todo hombre y toda mujer de esfuerzos y convicciones probadas en el
curso de sus vidas: a las personas hay que valorarlas, apreciarlas y medirlas por el saldo
positivo de vida que resulta de la suma de la grandeza de sus aciertos. Nunca se equivoca,
el que nunca hace nada, y Juárez hizo mucho.

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