En mi mente, cada vez que recuerdo el paso por un medio me convenzo de que fue si no la mejor, una de las etapas más felices de mi profesión.
Y si, cada redacción tenía un encanto particular, compañeros nuevos, distintas experiencias, diferente trato amistoso y hasta otro equipo de trabajo.
En un país que, como el nuestro, ha sido tan manipulado que hoy extraña encontrar un cambio de opiniones razonadas y respetuosas, la nostalgia por aquel mundo de inteligencia es apabullante.
En las tardes se reunían los reporteros en la sala de redacción del medio, escribían su tema del día y luego solían formarse breves corrillos en los que se comentaban las incidencias de la jornada.
No era extraño ni sorpresivo que durante estas pláticas informales entre camaradas, surgiera un dato útil para la nota ya entregada o algo que permitiera darle seguimiento y hasta elevar el nivel de importancia.
Entre los reporteros abundaban los de la línea bohemia; el primer paso fuera del periódico, era el primero en la cantina de su preferencia, o la acostumbrada, institucional y cotidiana.
Allí no había distinción alguna entre medios, fuentes y periodistas. Todos ebrios certificados, jugadores irredentos de dominó.
Otro grupo, más moderado pero igualmente dominado por el vicio de las fichas, acudía a cafeterías, la más célebre, parte indisoluble de la historia del periodismo mexicano, la Librería reforma, que durante muchos años ocupó el local de Techo Eterno Eureka y que feneció devorada por el estacionamiento del hotel en el 1 de Reforma.
Allí sobre una mesa cualquiera se amontonaban los jóvenes capitaneados por el recién desaparecido Carlos Martínez Rentería, y armaban la revista cultural de El Universal.
Allí recibimos la noticia del asesinato de Manuel Buendía, su cuerpo aún no se enfilaba y se anunciaba la increíble por oportuna, presencia en el lugar del director Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla.
Muchos acostumbrábamos comer en la cafetería del lugar, comida sana, limpia y muy hogareña sin sofisticamiento. Compartíamos con los propietarios, Franklin y Angelita.
Los meseros jóvenes, pulcros, evidentemente inexpertos pero atentos y diligentes no era necesario nada más.
Un comensal, hombre de redacción en El Nacional o La Afición, llegaba y se sentaba en el mismo lugar, vecino a un aparador con libros. Allí abría la obra que tenía en turno y esperaba a que lo atendieran.
Entre los meseros un paisano, de esos que llaman los indios güeros de Michoacán, que se esforzaba al máximo por servir. Llegó con el cliente, su hojita para anotar y la pluma listas.
Con cierta fruición el paisa se rascaaba el trasero, pero sin desviar la mirada, atento para anotar la orden:
—Oye gúero, tienes almorranas o qué pasa.
—No señor, creo que se nos acabaron— respondió muy correcto, —pero si me permite voy a preguntar a la cocina.
Estos episodios chuscos eran frecuentes. Un reportero, Lozano, fue célebre porque asistió a la botadura del primer barco mexicano hecho con cemento armado; nunca mandó la nota.
En comunicacion con un furibundo director, explicó con llaneza: pues no envié nada porque el pinche barquito se hundió, nunca flotó.
Eso le ganó el puesto permanente en la guardia caballona, que empezaba a las seis de la tarde y finalizaba al cierre, más o menos las dos de la madrugada.
Acostumbraba bajar a la Bella Mundis, la cantina La Mundial, donde Serafín le hacía la torta de su preferencia que bajaba con largos sorbos de una tradicional cubita.
Escuchó las sirenas y como era costumbre pidió a los bomberos confirmación del servicio. Se trataba de establecer la importancia del incidente para saber el paso siguiente.
—Ya, ya están allí— confirmó el telefonista.
Tras media hora Lozano no entendía la insistencia del operador repitiendo que el servicio ya estaba allí. Pidió que le precisara el domicilio.
Al lado, unos pocos metros de distancia, los tragahumo luchaban con el fuego declarado entre los rollos de papel que esperaban turno para la impresión del diario.
Los reporteros de otros medios se retiraban cuando Lozano salió a pedirles datos para armar su nota.
En El Sol, por iniciativa del director, Mario Moya, se instaló un pizarrón para que la gente anotara inquietudes e inconformidades. Mal asunto, opiné que eso serviría para propiciar el anonimato.
Moya, increíble en un hombre de su cultura y experiencia, confiaba en la gente. El desorden fue descomunal y meses después debió retirarse pero ya le haba costado a los dirigentes sindicales el cargo.
Y no fue todo, a más de la mitad hasta el divorcio cuando se publicaron gastos y acompañantes de los dirigentes durante una asamblea que les patrocinó Don Dueño en un centro turístico.
Ese pizarrón que también conocíamos como La Pader, ocasionó tantos estropicios que en lo personal me costó la chamba. Mejor, pude irme a Unomasuno para una totalmente novedosa forma de hacer periodismo…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.