Wilbert Torre
Manuel Buendía fue siempre un nombre cercano y conocido en la familia; solo mi padre, Wilbert Torre Gutiérrez, lo conoció –trabajó para él cuando fue director de La Prensa entre 1960 y 1963– pero mis tías, mis tíos, mis primos y nosotros, apenas unos niños, sabíamos de la existencia de Buendía por medio de esas historias que cobraban forma de pequeñas leyendas diseminadas por todas partes. Una de ellas, contada por mi padre, transcurría al caer la tarde en la sala de redacción de La Prensa, cuando Buendía llamaba a los reporteros por medio de un alta voz para que se presentaran en la dirección a discutir la escritura de sus notas, repletas de tachones y correcciones de su puño y letra. «Temblábamos cuando nos llamaba», recordaba mi papá.
«Era un gran maestro, podía ser un hombre lleno de luz y de humanidad, y un segundo después se convertía en una fiera incontenible que manoteaba, gritaba y maldecía, y por esa razón le apodamos `El diablo Buendía’.
na de esas tardes de repiqueteo feroz de decenas de manos en las mastodónticas Remington, aquellas máquinas que podían pesar 15 kilos, Buendía recibió una llamada de mi abuela Conchita, un día que mi papá estaba en un viaje de trabajo. Mi abuela, muy amiga de Elvia Carrillo Puerto, tenía un carácter singular para la época y desafiaba muchos de los convencionalismos machistas.
Así un día se presentó ante el director de La Prensa –don Roberto Cárdenas– para defender a mi papá y exigirle que le diera una segunda oportunidad a su hijo, que naufragaba en el intento de convertirse en periodista. En otra ocasión Conchita llamó a Buendía para reportarle que mi primo Jorge Alfonso se había caído de la azotea y se había descalabrado, cuando mi padre estaba ausente de la casa.
Conversaron breve por el teléfono y unos minutos después Buendía apareció en el departamentito de Ignacio Mariscal presto para llevar a mi primo a un hospital donde le suturaron la cabeza. Buendía era un vendaval que obedecía a su instinto periodístico y, de manera marcada, a sus emociones. Otra vez llamó a los tres reporteros a cargo de los asuntos de policía y les dio una lección. ¿Tú que traes? Una historia sobre los asaltantes colombianos, señor Buendía. Ah, el pinche dinero. ¿Y tú que tienes? Un nuevo relato de los falsificadores de billetes. Ah, la pinche codicia. ¿Y tu chamaco, que traes? La historia de una prostituta.
La policía se la llevó presa pese a sus súplicas, y cuando volvió a su casita en una vecindad del centro, su hijita había muerto de hambre, en su cuna. ¡Vaya! –rugió Buendía– ¡una historia de vida! Así elegía las historias que encabezaban la nota roja. Mi papá recordaba con particular emoción el día que Buendía hizo a un lado el lápiz con el que tachaba y corregía los textos delante del reportero, tomó el plumón de tinta roja, llamó la atención de mi padre y escribió en la parte alta del papel revolución: Por Wilbert Torre Gutiérrez. Era la primera vez que su firma aparecía en La Prensa. «Felicidades cabroncito –le dijo Buendía–, ahora mueve el bote y ponte a trabajar».
La tarde que lo mataron en la Zona Rosa mi padre llegó a casa de mis tíos y como siempre se sirvió un vaso de ron con coca cola, lo alzó y mientras sollozaba y agradecía a su viejo maestro, dijo: «¡Salud por el alma grande del terrible y tierno Manuel Buendía!».
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