En su día, remembranza. Hoy con tanto pelón y el exceso de greñudos, oficio en extinción, sustituto del sicoanalista, del cantinero, pozo de sabiduría y siempre dispuesto a escuchar…
En un costado del Mercado de San Agustín, en Morelia, se encontraba el minúsculo local al que mi padre enviaba a mi hermano Alfonso y a mi a cortarnos el pelo.
Don Alfonso Ferreyra León, listillo, iba a las peluquerías de la Plaza de Armas, esas que tenían como reclamo publicitario una especie de caramelo de colores, luz interna y siempre dando vueltas.
Creo que los peluqueros de esos sitios, considerados elegantes, no aceptaban escuincles. Los clientes habituales, además de rasurarse, pelarse, recibían un masaje facial que cuando salían de allí parecían trasero de bebé, con talco incluido.
En el ínterin, mientras los atendían, fumaban, disfrutaban una copa y discutían asuntos de alta política o, de plano y era la conversación preferida, sobre la tenue virtud de la esposa de fulano, zutano o mengano. Claro, los ausentes en se momento.
Hablaban mucho de caballos, lucían sus armas, la preferida el revólver Smith and Wesson, coloquialmente esmitigüeson calibre 38. Los más ortodoxos mostraban el revólver calibre 32 por razones para mi desconocidas, al parecer era la pistola charra por tradición, quizá por esbelta y lucidora en las fundas piteadas que se usaban por fuera del cinturón también piteado.
No dejaban honra a salvo. Se divertían casi como en la cantina sin el riesgo del exceso ni del regaño marital.
Con don Pelucas, llegábamos, nos sentábamos en un bello sillón de fierro dulce con restos de asiento en cuero. Había revistas para distraernos, la favorita, Sucesos para Todos, dirigida por Jordy Sayrols y que semanalmente publicaba historias de guerra.
Estábamos en pleno conflicto y películas y noticias estaban plagados de anuncios triunfales. Los japoneses se escondían como ratoncitos en las selvas de Filipinas; los italianos se refugiaban en las montañas donde había volcanes y los alemanes combatían pero al precio de dejar regados la mitad de sus soldados en cada combate.
Nunca nos enterábamos que había otros ejércitos involucrados, los soviéticos y los británicos. En el mar, las fotos eran épicas hasta que en nuestra inocencia vislumbrábamos que se trataba de obras de arte, pinturas imaginando momentos trágicos de los combates. Principalmente contra los crueles, ventajosos y soterrados submarinos nazis.
En el radio, aprendíamos cantos de guerra: Américas, unidas, unidas vencerán; Américas, Américas, su nombre es libertad…
También escuchábamos consejos, reclusión familiar al atardecer, nada de cigarros o cerillos en las calles porque los bombarderos nos podían detectar y sólo había que imaginar la destrucción de Morelia por culpa de un imprudente.
Los coches tenían autorización para circular en la noche, pero en los faros les pegaban un papel negro con una pequeña rendija para que cristianos y semovientes no se dejaran atropellar.
Nos gustaba visitar la peluquería, al lado de la accesoria del tío Baltazar Rivera, un viejo cariñoso que tenía una talabartería en la que me dejaba trabajar en la manufactura de sillas de montar.
Cuando nos tocaba turno, don Pelucas (humilde perdón por llamarlo así pero no creo haber sabido nunca su nombre) con una maquinilla que manejaba como tijera, dejaba pelones los lados de la cabeza. Las orejas batiéndose al aire.
Con tijeras puntiagudas, emparejaba la parte superior. El hombre decidía casquete corto y temo que no conocía otro estilo, a pesar de las fotos a colores pegadas en la pared. Soldados, rancheros y escolapios, casquete corto.
Como carecía de calentador, en un pocillo batía un poco de jabón que nos untaba en el pescuezo con una brocha desmelenada y a punto de quedarse calva.
Con enérgicos movimientos, casi con furia, afilaba la hoja de afeitar contra la tira de cuero colgada al costado del sillón. Después nos tomaba del cogote y con movimientos diestros nos rasuraba la nuca. Jamás una lesión, ni rasguño, era todo un artista.
Bueno, tampoco tenía un aspersor de agua, una bombilla o algo parecido. Con sus dientes negros y grandes huecos por la caries, tomaba un buche de una botella, y juntando los labios nos regaba el pescuezo que limpiaba después con una toalla que de usada parecía red.
Nos gustaba visitar a don Pelucas. A veces nos dejaba ojear las revistas para mantenernos enterados de cómo iba la guerra… nostalgia pura.
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.