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El Señor don Lencho…

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Bien a bien, nunca supimos su nombre completo. Y es que se aseguraba que era un pistolero con más muertos en su haber que tumbas en el panteón municipal.

También se rumoraba que andaba huido pero aparentemente las únicas policías que lo requerían eran las de su sitio de origen, uno de los Once Pueblos, cercanos a la frontera con Jalisco y Guanajuato.

Florencio, decían unos, pero él aceptaba el sobrenombre que le daba fama como eficiente hombre de armas.

Nada sabíamos de sicariatos, palabra desconocida, Don Lencho era pistolero y eso era más que suficiente.

Cuidadoso de su fama, buena en su autovaloración, temible para los mortales que lo conocían y obligada o voluntariamente teman relación con él.

Le gustaba su mote, pero exigía que le antepusieran la palabra señor. Miren, decía, cualquier tinterillo de barandilla es Don, pero Señor Indica respeto.

La referencia era a los secretarios de juzgado o escribientes del ministerio público, colocados atrás de un barandal desde donde tomaban declaraciones y ordenaban encarcelamientos.

Creo que nunca se le vio sin su mazorca, en contra de las populares “esmitigüeson 38”, usaba una pavorosa Colt plateada de calibre mayor, quizá 3.57 o 44.

La llevaba a la vista envuelta en un paliacate rojo, “pa que no se sude”.

Llevaba por norma el refranero ranchero en el que destacaba que las mujeres, como las carabinas, deben estar cargadas y en el rincón.

Y lo cumplia. En su casa moraban un tercio de hembras alguna de ellas “cargada” expresión que se usa para las vacas preñadas.

Curioso, no había niños en esa casa, a pesar de la evidente fertilidad y la paridera de sus convivientes. No se casaba con ninguna porque aplicaba la máxima de a gallo viejo, pollita tierna.

El hombre era alto, nervudo, de gran bigote y con un esqueleto grueso, de canillas impresionantes.

Su edad , indefinida. Por la pura apariencia le calculaban más de treinta años. Esto es, lo consideraban un sujeto viejo.

En los tiempos de vida de Don Lencho, en el campo era normal la presencia de hombres y mujeres casi centenarios, pero en la ciudad quien llegaba al medio siglo estaba consciente que ya tenía una pata en el panteón.

Físicamente lo recuerdo muy católico. Durante la misa abría los brazos en cruz, doblaba el cogote como Cristo crucificado y murmuraba las oraciones con un cierto sonsonete.

“Dios castiga pero también perdona, y El sabe que nunca perjudiqué inocentes” aseguraba con mirada angelical, como dialogando con entes divinos.

Pero con el que platicaba era con el malumorado clérigo chaparro de La Soterraña que lo había reprendido por su teatralidad. Y le había advertido que Dios lo tena “en enjuague” por su tenebroso historial.

Don Lencho no se atribuló. Miró al cura ante la temerosa expectación de los feligreses presentes y le asestó: Usté está pa perdonar, no pa enjuiciar.

Y luego citó su frase del perdón celestial en la que señaló que “aprieta, pero no orca (ahorca)”.

Desapareció un día, nadie sabe si volvió a su terruño, que por cierto nunca supimos dónde era, o metió más distancia con quienes querían recetarle una buena dosis de plomo.

Dejó su casa instalada, con las concubinas en turno y hasta el tiempo que nos duró la curiosidad, nunca vimos agobios económicos en el grupo, que de pronto se hizo de media decena de pequeñitos.

A la enorme distancia en el tiempo, me parece haberlo visto revivido en cierto autodefensa, viejo, bigotón y que se casó con una fresca jovencita, quizá casi una niña.

Reproduzco la imagen del ya fallecido policía comunitario, con esposa y enorme imagen religiosa. Sí, creo que fueron clones.

El de la foto después de ser líder, lo encarcelaron y terminó sus días como delegado del Seguro Social, mientras su joven esposa, con guarura y camionetota, se preparaba para iniciar una carrera política.¡Ay México! No tienes remedio…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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