Mauricio Carrera
Su apodo, antes de El astuto, era el de El niño perdido. Odiseo lo fue, no por una calle hoy olvidada debido a los constantes ultrajes a la urbe, sino por haberlo sido, de los ocho a los 17 años, cuando su madre lo extravió sin querer mientras compraba papas, moronga, chorizo, bisteces, chiles serranos, tomate verde, chicharrón y queso Oaxaca en el mercado de la Merced.
Ella, de nombre Anticlea, hacía tacos en un puesto callejero.
-Vamos con la Güera –y así acudían los clientes a probar sus exquisiteces en el arte antiguo de la taquería popular.
-El secreto son las salsas –decía a quien le preguntaba, si bien jamás reveló el ingrediente secreto que las hacía deliciosas y picositas.
Odiseo, ese día, a sus tiernos pero imprudentes ocho años recién cumplidos con un gansito y un cerillo encendido como todo vela y pastel, se sintió atraído por un caballo de madera. Los que creen en las reencarnaciones, asentirán convencidos: ¡ya ven, un recuerdo de otras vidas, cuando era un destacado guerrero en las batallas de Troya! Los que no, se alzarán de hombros y dirán que el azar existe y que todo son casualidades, accidentes e imprevistos del destino, propias de un pinche chamaco curioso, como son todos a su edad.
Odiseo se soltó de la mano de Anticlea y regresó al puesto del caballo, que no era alado sino de carrusel, pintado de colores vivos y atrayentes.
Cuando su madre, tras comprar un cuarto de chicharrón, del carnosito, no lo encontró a su lado, se le fue el santo al cielo, se le doblaron las piernas y sintió que algo en su pecho se le quería salir.
-¡Odis! ¡Odis! –le gritó, porque así le decía de cariño.
El pinche chamaco no acudió al llamado. Ni la escuchó ni se preocupó por ella, porque del colorido caballo de madera, pasó a contemplar los muy ataviados puestos de juguetes, llenos de canicas, soldados, luchadores enmascarados, huesos de chabacano para la matatena, godzillas de plástico, juegos de serpientes y escaleras, pistolas de dardos y carritos para hacerlos transitar en una carreterita pintada en la banqueta con gises.
Así pasó el tiempo, en algo que sin duda podía llamarse un atisbo glorioso a la esquiva felicidad.
Cuando se dio cuenta que su mamá lucía por su ausencia, lloró su primer llanto de abandonado. El mundo le pareció enorme y solitario. No sabía aún que lloraría aún más y que, como niño perdido, correría aventuras dichosas y desafortunadas.
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