Miguel Valera
Sebastián maneja un taxi en la ciudad y le gusta platicar de Dios con la gente. “Yo sé que Dios existe, que me oye, que tiene un plan para mí”, me dice serio, sonriente, luego de que lo escuché conversando sobre ese tema con una señora que dejó en la cuadra anterior. —Pensé que la querías conquistar, le digo en tono de broma, sabedor del “pegue” que suelen tener los señores del volante citadino.
No, cómo cree, jefe, me contesta. Yo me acerqué a Dios gracias a la enfermedad que durante 10 o 15 años sufrió mi madre. En ese tiempo, mientras limpiaba las llagas que se le hacían en el cuerpo, encontré a una persona que me habló de Dios. No me pidió que me convirtiera ni nada, sólo me habló de Él y me empecé a sentir lleno, como cuando uno tiene hambre, mucha hambre y entonces llegas a tu casa o a una fonda, tomas agua fresca, tortillas calientes, un bistec con cebolla, tomate y chile. Sí, así me sentí de feliz cuando lo encontré.
Con el volante firme en las manos, cediendo el paso a los automovilistas, lo que no suele ser muy común entre los taxistas, Sebastián me mira con confianza, como si me conociera de años y me cuenta que fue el sufrimiento de su madre el que lo convirtió en hombre religioso. “Yo sé que Dios me escucha, que me entiende, que tiene un plan para mí; escucho sus mensajes, las pruebas que me pone, sé qué todo es por algo”, me insiste, como si de la piedra filosofal se tratara.
“Aún recuerdo el día que murió. Tenía todo el cuerpo con llagas que ya olían feo. La cuidé por noches enteras. Todos los días me preguntaba qué era lo que estaba pagando con este sufrimiento a pesar de que su único vicio fue trabajar. Ese día, mientras la limpiaba, la abracé y le di un beso. Esa tarde se murió”, me dice, mientras noto que unas lágrimas ruedan por sus mejillas. “Sentí dolor porque se murió, pero le di gracias a Dios porque dejó de sufrir”, añade, mientras aprieta con fuerza el volante.
Con mis hijos, añade, ahora me está poniendo otra prueba. Me cuenta que a pesar de que son jóvenes y guapos, se volvieron adictos al “Cristal”, una metanfetamina que se ha vuelto muy común en Xalapa, la capital de Veracruz. También le llaman vidrio, batú, cruz blanca, cristina, tina o speed y se está produciendo en laboratorios clandestinos; se ha vuelto muy común, me insiste.
Se fuma, se inyecta o se “esnifa”, comenta, mientras hace el “snif” con los dedos en la nariz. Es muy potente, muy adictiva. A mi me da tristeza ver a mis hijos metidos en esta droga, que al principio los anima, los estimula, pero los va destruyendo por dentro. A pesar de ver mi rostro de sorpresa, siguió: pasan días sin comer, sin dormir, pierden la memoria, se les olvidan las cosas y se vuelven agresivos. ¿Sabe cómo me siento cuando los veo en las mañanas con los labios quemados, flacos, con las pupilas dilatadas, rascándose la piel o con delirio de persecución?
¿Pero sabe qué?, remata mientras le pago el viaje: Dios tiene un plan para mi y para ellos. Estoy seguro que Él nos ayudará a salir de esto, porque confío en sus planes, en su manera de actuar, en su silencio, en sus misterios. Me despido de Sebastián con el billete de 50 pesos por el viaje. A pesar de sus lágrimas y de su historia, está tranquilo, con esa sonrisa que pone en el rostro el color de la esperanza.
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