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La fórmula para la eternidad  

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Relatos dominicales  

Miguel Valera  

El hombre aquel decía que tenía la fórmula para la eternidad. Yo lo conocí una tarde de verano en su amplísima biblioteca, en cuya entrada colgaba un cartel en donde se leía en español y griego: “Alejandría”. En esta ciudad, me comentó, que construyó Alejandro Magno en 332 antes de Cristo, se fundó la biblioteca más grande de la antigüedad, la cual fue quemada por fanáticos. Antes, el único intento mítico de grandeza, fue quizá el de la Torre de Babel, redondeó, cuando cruzamos el umbral de su santuario.  

Yo, que lo escuchaba sorprendido, seguía admirado por el jardín que mediaba entra la sala de su casa y el estudio. Era un espacio verdaderamente edénico, lleno de plantas y árboles que florecían según la estación del año. En primavera solía leer debajo de una banca tapizada del morado de una jacaranda; en verano el mar de girasoles le recordaba al viejo Vincent van Gogh; en el otoño las aves de paraíso lo trasladaban a una tarde en El Cuyo, en Yucatán, con una laguna pletórica de flamencos rosados. En el invierno, la estación que más le gustaba desde la infancia, florecían los “pensamientos” multicolores, los crisantemos, las begonias y las prímulas, que representaban un agasajo para la mirada.  

No pude contenerme y lo solté: ¡qué bonito jardín tiene! “Es una metáfora”, me contestó. —¿Del jardín del edén, del paraíso idílico en el que los seres humanos siempre hemos soñado, de la eternidad?, le pregunté. “Sí y no”, expresó contundente. La metáfora, como tú sabes, es una figura retórica de pensamiento que pretende expresar una realidad o concepto por otros totalmente diferentes a los representados. Te lo voy a explicar con otra palabra: florilegio o antología.  

La palabra florilegio significa “flores escogidas”, lo mismo que antología. Suelen utilizarse para referir una colección de piezas selectas de literatura o música. Eso es lo que hice en mi jardín y en mi biblioteca. He elegido las mejores flores y los mejores libros, los que representan lo mejor del pensamiento del ser humano, lo que les ha permitido ser eternos, hasta este momento. —¿Entonces la eternidad no existe? “No tenemos pruebas de ella”, contestó. —Pero en los periódicos y entre la gente se dice que usted tiene “la fórmula”. Eso es mentira, me contestó.  

El tiempo, como lo dijo Aristóteles, es la medida del movimiento, según un antes y un después. Ahí en medio estamos los seres humanos, pero somos finitos, nos derrumbamos con el paso del tiempo, este fenómeno de la física. El tiempo es relativo, creado por nosotros mismos. La eternidad como un “no lugar” es una invención muy creativa, que no coincide con lo que se ha estudiado, con pruebas, en la humanidad. Si tú quieres ser eterno, vive y construye un legado para pervivir, porque después de tu muerte no te puedo asegurar nada.  

Aristóteles vivió hace 2 mil 500 años y su pensamiento sigue presente, vivo entre nosotros. ¡Esa es la eternidad a la que me refiero!, remató, mientras la cafetera anunciaba que el aromático estaba listo. El reto es vivir y trascender, refrendó, mientras daba el primer sorbo y afuera, el sol del ocaso acariciaba ese jardín único de la casa del maestro.  

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