La escritora María Luisa, La China Mendoza, tenía un desmesurado cariño por sus perros y los de los amigos a los que daba asilo cuando sus dueños no podían atenderlos.
En su insólita casa en la calle de Sabino, los abusivos animales caminaban en los respaldos de los sofás, sin portarles que estuvieran ocupados. A la hora de las deliciosas cenas regionales, los bichos brincaban a la mesa y se atiborraban del plato que les apetecía.
La China no permitía que corrigieran a sus monstruitos porque decía y tenía razón, están en su casa pueden hacer lo que quieran.
Un día de tantos la columnista del cotidiano El Día, fue a cobrar sus colaboraciones del mes. Agarró al can encargado por un amigo y se encaminó a Insurgentes Centro, antes Ramón Guzmán hasta que Uruchurtu decidió la nueva denominación.
El sato encargado a la periodista era particularmente escandaloso y no parecía llevarse bien con sus congéneres, así que no hubo más remedio que cargar con él.
El administrativo del matutino estaba en un corredor elevado arriba de la redacción. Se trataba de pequeños cubículos con cristales como tienda de raya antigua.
Hablaba plácidamente la visitante con la jefa del departamento, cuando se soltaron todos los demonios: el perro ladraba al sujeto que un poco más que alegre, caminaba a trompicones pateando oficinas y barandal, todo bajo la mirada curiosa de los reporteros.
Y se armó la bronca entre dos entes furiosos, un pequeño cuadrúpedo y un bípedo en vías de andar a gatas. .
La China sólo atinaba a llamar por su nombre al faldero que intentaba prenderse del tobillo del ya enfurecido sujeto que escuchaba el clamor de la asustada mujer de letras.
¡Tenebroso, Tenebroso! Gritaba mientras el causante del desorden, con estrujante voz respondía: Tenebrosa la mujer que te echó al mundo, vieja tal por cual, hija de la ch…a voy a matar a tu perro.
Todo, desde luego, con el más florido léxico.
Dos vigilantes, subieron por el hombre que era jerarca y lo convencieron de que Tenebroso era el nombre de animal.
La China, al borde de un ataque de nervios fue atendida por un médico vecino que recurrió a los más clásicos de los remedios: un tecito y un cacho de bolillo que generosamente fue compartido y ante la posibilidad de que el consentido animal se hubiese asustado…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.