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“El terrible lobo de Gubbio se convirtió en el primer monstro real para el escribidor, que en su vida sólo ha visto a lobos en los zoológicos”.

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POR GERARDO GALARZA Libre en el sur

Es de suponer que la declaración de la Organización de la Naciones Unidas (ONU) de que el 4 de octubre, la celebración de San Francisco de Asís, sea el día mundial de la protección de los animales crea un conflicto en la Iglesia católica o cuando menos en sus feligreses y sus tradiciones.

Los mexicanos ¿en quién confiarán: en el pobrecillo de Asís o en San Antonio Abad, que hasta una estación de Metro tiene a su nombre en la Ciudad de México? ¿Cuál de los dos es más influyente o, para decirlo en términos políticos, hace más cabildeo donde se debe? Y sería peor si se tomara en cuenta a San Jorge, aquel que “amarraba a sus animalitos”, que ya está descontinuado desde los años setenta del siglo pasado.

A ojo de buen cubero (con “b”), San Antonio Abad es más popular en eso de cuidar a los animales, sobre todo a los domésticos. Prácticamente en todos los templos católicos de la República el 17 de enero hay la bendición para los animales, que son llevados por sus dueños muy arreglados a recibir gotas de agua bendita.

Acá a San Fracisco de Asís se le identifica más con el fenómeno metereológico popularmente llamado “el cordonazo de San Francisco”: lluvias torrenciales entre el 29 de septiembre y el 4 de octubre, más o menos, y que de alguna manera anuncia el fin de verano y el comienzo del otoño en el hemisferio norte, como ya se ha escrito aquí. Las primeras “heladas”, dicen en el pueblo.

Pese a la tradición, el escribidor “le va” al santo de Asís en el caso del patronazgo sobre los animales.  La infancia es destino -eso dicen- y ni modo de renunciar a ella.

El primer poema que el escribidor aprendió completo y que recitó en algún acto escolar fue “Los motivos del lobo”, del gran poeta nicaragüense Rubén Darío, que estaba incluido en una antología de lecturas para la educación primaria. Hoy se consigue fácil y rápidamente en Google.

No lo ha olvidado después de más de 55 años: “El varón que tiene corazón de lis,/alma de querube, lengua celestial,/el mínimo y dulce Francisco de Asís,/está con un rudo y torvo animal,/bestia temerosa, de sangre y de robo,/las fauces de furia, los ojos de mal:/¡el lobo de Gubbio, el terrible lobo.” (…)

Casi sobra decir que el terrible lobo de Gubbio -a 52 kilómetros de Asís, en la región italiana de Umbría- se convirtió en el primer monstro real para el escribidor, que en su vida sólo ha visto a lobos en los zoológicos, porque en su pueblo a los más que se llegaba era a coyotes y gatos monteses (una variedad de puma), que sí robaban y mataban gallinas, guajolotes y conejos, pero no daban cuenta de corderos, rebaños ni mucho menos pastores.

Ese lobo que asoló a los pobladores de Gubbio era rudo y torvo -siempre según el poema de Darío-, con fauces de furia y ojos de mal y lo mismo devoraba corderos que pastores. Una calamidad satánica. Ni cazadores armados y perros feroces pudieron con él.

Tuvo que intervenir Francisco, que para entonces no era todavía santo. Buscó a la fiera, la encontró en su cueva y se lanzó contra él, pero el varón de lengua celestial le dijo “¡Paz, hermano lobo!” El animal le bajó, como decimos ahora.

Entonces, dialogaron. Francisco le recriminó sus fechorías; el lobo las explicó y justificó. Uno le dijo que acaso era un ser demoniáco, el otro dijo que el invierno era duro y tenía hambre. El monje le dijo que eso no le daba derecho a matar; el lobo respondió que él lo hacía por necesidad y que, en cambio, había visto a los hombres matar animales por el placer de hacerlo.

Francisco propuso un pacto: te calmas y tendrás comida todos los días. Bajaron al pueblo y los habitantes los vieron con asombro. A los pobladores de Gubbio se les explicó el trato, que fue aceptado, y el antiguo lobo casi satánico comenzó a vivir en la comunidad.

Todo iba bien -relata Dario, y usted debe leer el poema si es que nunca lo ha hecho o releerlo en estos tiempos de furia y violencia- hasta que Francisco tuvo que salir del pueblo.

Y el lobo bueno, manzo y probo desapareció. Regresó a las andadas. Y el que enfureció –“se puso severo”, escribe Darío- fue el monje de tosco zayal, quien subió nuevamente a la montaña para recriminar la falsedad de aquel animal del demonio.

Pero la infame bestia le advirtió: “Hermano Francisco, no te acerques mucho”.

Y entonces el de los reclamos fue el lobo de Gubbio.

Le dijo al santo varón que él cumplió su parte de aquel pacto; que vivió tranquilo en el convento y contento en el pueblo, donde si algo le daban, manso comía…

Mas empecé a ver que en todas las casas/estaban la envidia, la saña, la ira,/y en todos los rostros ardían las brasas/de odio, de lujuria, de infamia y mentira./Hermanos a hermanos hacían la guerra (…)”

Agregó que aunque seguía las reglas acordadas y que aceptó como hermanos a los hombes, bueyes, estrellas, gusanos y todas las demás criaturas… a cambio lo apalearon, lo corrieron y le renació la fiera interna.

Relata Darío que el lobo pidió a Francisco: “Déjame en el monte, déjame en el risco,/déjame existir en mi libertad,/vete a tu convento, hermano Francisco, sigue tu camino y tu santidad”.

Y aquel que se convertiría en uno de los mayores santos de la Iglesia católica, no pudo decirle nada.

La versión histórica o la leyenda religiosa, como se quiera, dice que aquel lobo nunca regresó a las montañas, que murió en Gubbio unos dos años luego de su conversión. Pero la historia le da la razón al poeta nicaragüense en eso de las conductas de los que el lobo había aceptado como hermanos.

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