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Odisear/ 29

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Mauricio Carrera

Los judiciales no servían. Eran como rehenes de una abulia que sólo se abandonaba al torturar o extorsionar. Con dinero baila la policía en México, y entonces sí es expedita y justiciera. Patroclo Hernández y Macedonio Éufrates se rascaban los tanates mientras Odiseo continuaba perdido, a la intemperie de todos los peligros.

Anticlea se cansó de rogarles, de exigirles, de increparlos, que hicieran su chamba.

Y cuando se cansó de recorrer la ciudad en su espesura inhóspita, con sus baches eternos y sus alcantarillas abiertas, sin encontrarlo.

Y tras orar en cuanta iglesia se le cruzara y toparse con el silencio del cielo, con sus ganas de blasfemar por el engaño de lo divino, y volver a creer y a rezar, y otra vez regresar a la desilusión y a la nada.

Y cuando agotó la esperanza de que Laertes regresara de sus andanzas gringas, y se dejara abrazar por él, porque necesitaba de su compañía, de su complicidad de hombre, de su fuerza para buscar a Odiseo hasta por debajo de las piedras, y cuando se imaginó lo peor: que de seguro ya tenía a su gringuita y a sus hijos güeritos, y que era feliz, y que México, su pobre patria, y ella, su Anticlea, valían madres.

Entonces, por consejo de una señora que la escuchó llorar mientras elevaba sus plegarias en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Anticlea fue al Oráculo, el consultorio de una tal Calipso, que no era gitana ni pitonisa griega, pero sí tarotista, vidente, astróloga, alquímica, cuántica, horoscopista, angelóloga, quiromántica, nigromante, iridóloga, cuarzera, tántrica y abducida por alienígenas de un universo paralelo que le enseñaron el camino de la paz y a sanar con las manos.

-Tu marido te engaña con una mujer rubia –fue su primer vaticinio, cuando le tocó por fin el turno de verla, después de siete horas de hacer una cola larguísima de gente desesperada como ella, que buscaba la respuesta, la sanación o el consuelo.

Anticlea, para no ser desengañada tan rápido, o para no dejarse llevar por los celos, hizo como que no había escuchado. Tosió, porque el copal en sahumerio que apestaba el consultorio tenía ese efecto en su garganta. Nunca le gustó el olor, mas no dijo nada.

-Busco a mi hijo. Está perdido….

-Espera –dijo Calipso-, veo a tu ángel. Está detrás de ti. Se llama Artazaél, pero está en silencio…

Pareció ponerse en trance. Cerró los ojos y de cuando en cuando se estremecía como si tuviera frío o salmonela.

-Un niño perdido es como un ramo de aves atado a un muro pálido –dijo.

-¿Perdón?-Un niño perdido, cuando abre las ventanas, encuentra el rostro quieto de las rocas.

Anticlea recordó que la señora de la iglesia, tras recomendarle a Calipso, le había advertido: “Siempre dice la verdad y nunca falla, pero –y se sonrió- la dice alrevesada, como si estuviera loca. El chiste es que tú comprendas, que sus palabras te iluminen entre tantas sombras…”

-Un niño perdido que aún mantiene el equilibrio de la risa…

Anticlea buscó en su bolsa un papel y pluma para apuntar. Le parecían incoherencias, pero qué tal si significaban algo, qué tal si ahí estaba la clave para encontrar al niño perdido, su hijo.

Calipso pareció retorcerse por algún dolor interno, tal vez un cólico menstrual o la voz del conocimiento universal que intentaba salir de algún lugar donde la duda y el desconcierto reinaban, y empezó a hablar en lenguas. Arameo antiguo, acaso; o griego moderno, o caló de la Buenos Aires, o lunfardo gongorino.

Anticlea dejó de escribir, incapaz de entender aquella verborrea.

De pronto, como si algún espíritu le dictara, la vidente tántrica y cuántica reprodujo en claro español las siguientes palabras, que salían de su boca como exorcismo pueblerino:

-Háblame, Musa, de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, después de haber destruido la sagrada ciudad de Troya; que vio los pueblos y conociólas costumbres de muchos hombres, y sufrió en su corazón muchas penas, sobre el mar, luchando por su vida y la vuelta de sus compañeros. Y no pudo salvarlos a pesar de su deseo: perecieron por su misma demencia ¡insensatos! pues se comieron los bueyes del Sol, hijo de Hiperión, y este les quitó el día de su regreso. Musa, hija de Júpiter, cuéntanos algo de estas aventuras.

Anticlea quedó a la espera de más, pero no hubo más.

-Son quinientos pesos –dijo Calipso y extendió la mano para recibir el billete.

Anticlea pagó y se levantó confusa, con más dudas que antes. Se sentía tonta, arrepentida de no haber terminado la secundaria. Si fuera una lumbrera, una matadita del estudio, tal vez hubiera entendido los mensajes. No, ¿cuál lumbrera? Ni literata ni rata de biblioteca, se reprendió con dureza: sólo una mujer que vende tacos en la calle.

-¡Espera! –la detuvo Calipso. “Nada más falta que me diga que me va a cobrar otros quinientos, porque fue sesión bilingüe”, pensó Anticlea.

-Artazaél, tu ángel, que prefiere el silencio a la elocuencia, que es parco y descendiente de lacedemonios, ha hablado, pero sólo tres palabras…

Anticlea dudó en apuntar o en guardarlo en su memoria. Calipso dijo, como si repitiera la lista del mandado:

-Yomero, Carpe Diem, Metro…

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