Comencé a cotizar en enero de 1953 al amparo del registro 1-53-3820 y actualmente, disfruto llamarlo de alguna manera, una de las pensiones más bajas del IMSS.
Dejemos aparte los veinte años de servicios al estado en empleos de alta remuneración pero de los que según un burócrata de pensiones no existe registro alguno y por lo tanto no puedo reclamar mi derecho a una jubilación.
Estos son dos incidentes menores que en mi caso, y por la edad, se agravan. Pero hay algo peor de parte de las entidades oficiales de salud y es el caso de mi cancelación del ojo derecho a manos de un cirujano de la raza, que al decir de quienes lo conocen no me operó personalmente, sino tratando de adiestrar a la ayudante de cocinera de su casa. Coloquialmente se le conocería como su “pinche” esposa.
De lo que voy a narrar, el director del seguro social, un hombre de apelativo crítico, que está al tanto de las pequeñas mafias formadas en distintas especialidades para sustraer derechohabientes y tratarlos en forma privada mediante los correspondientes estipendios.
Por experiencia propia sé que estos médicos confrontan a los derechohabientes para explicarle los terribles peligros de los virus hospitalarios. Exagerando, le hacen creer al paciente que hay quien entra por una uña enterrada y sale de ahí en caja de madera con los pies por delante.
Convencido el enfermo, le cobran los emolumentos por delante y lo llevan a una oficina en la colonia Roma, habló de mi experiencia, donde hay una mesa que lo mismo es del comedor que de operaciones.
Sin un solo recurso para emergencias médicas, someten al enfermo a la operación que si sale bien son capaces de pedir una gratificación extra. Pero si todo falla, no hay un solo recurso al que se pueda acudir ni siquiera para reclamar el dinero de la operación mal hecha.
Mucho menos para acudir en un reclamo ante alguna comisión de ética médica, al patrón en IMSS, o a la autoridad judicial para castigar a quien se atreve a operar a una persona, dejarla ciega de ese ojo y a la reclamación en familia responder con una sonrisa: “oh vaya ¿echando a perder se aprende, no?”
El médico que iba a practicar la más estúpida de las operaciones oculares, una catarata que podría haber extirpado un cirujano primerizo, decidió dejarle la tarea a su esposa, señora conocida por mi familia política y que padece de algún mal que llaman bipolar, pero domina y decide vida y obra de su marido y el resto de su familia.
El nombre del cirujano es Bernardo, la escuela de medicina conocido como “Rebusnardo”.
Este señor en un país medianamente civilizado debería ser sometido a un consejo de ética a otro de disciplina y de responsabilidad laboral y a otro más por los delitos cometidos al cobrar un dinero sin enterar al fisco, sin reconocerlo a quien lo aportó, a pesar de tratarse de algunas decenas de miles de pesos y desde luego debería ser investigado junto con sus colegas que practican este método de extorsión para obtener ganancias ilícitas.
Zoé, el señor de nombre raro se prepara para rendir un informe triunfal. Para redondearlo le bastaría con echarle un ojito a lo aquí apuntado.
Lo del ojito es un sarcasmo porque a consecuencia de mi ojo prácticamente extirpado voy perdiendo la visión de mi ojo que podríamos llamar ojo casi sano por lo cual estoy condenado tarde o temprano a quedar en las tinieblas y no habrá ojitos que valgan.
Me consolaría, si al menos las autoridades tomarán conocimiento, se constituyeran en tales y ejercieran toda suerte de apremios y castigos contra este criminal que usa como instrumento un bisturí.
Bernardo rompe la regla de que los médicos son los únicos profesionistas que entierran sus errores.
Espero que no me vuelva a pescar en alguna otra oportunidad y se aproveche para ratificar la verdad de ese adagio.
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.