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EL CALOR Y LA LOCURA

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Relatos dominicales

El calor y la locura

Miguel Valera

“El calor te vuelve loco”, me dijo un hombre con muletas, quien esperaba a mi lado para realizar un trámite de atención médica en la clínica 14 del IMSS en la avenida Cuauhtémoc, en el norte del puerto de Veracruz. Su frase directa, seca, contundente, proyectó la locura que se vivía en el nosocomio donde médicos y enfermeras corrían para atender a una mujer que se había lanzado del segundo piso.

“Es el calor”, insistió el hombre, sin saber nada más del diagnóstico sobre la salud de esta mujer. “Y según estaríamos mejor que Dinamarca”, volvió a soltar, para referirse a las promesas de un presidente que, una vez más, vendió espejitos por piedras preciosas. Al ver su interés de conversación me acerqué un poco y vi que traía una prótesis en la pierna derecha.

¿Y usted cómo está?, le pregunté, para hacer conversación. “¡De la chingada!”, me contestó. “¿Cómo crees que pueda estar?”, reiteró. Pensé en retraerme. El calor, las horas de espera, el gruñir de mis tripas por el hambre, me invitaban también a salir corriendo para tirarme al menos, en el interior de mi vehículo con aire acondicionado.

Al ver mi rostro, el hombre sonrió y me dijo: “mi mujer me engañó; ya sospechaba algo, pero un día me di cuenta que tenía tres amantes y entonces me cayó el azúcar, la diabetes y me cortaron la pierna”. Me lo dijo tan rápido que pensé que bromeaba. “No, no, no es broma; es la puritita verdad. Así pasó y pues ni modo ahora aquí ando, batallando con la prótesis que cada vez me queda más grande”, indicó, al mostrarme cómo volaba sobre el piso.

Me lo contó tan convencido que me hizo reafirmar el mito de que un susto causa diabetes. ¿Quién soy yo para refutarlo, si cargamos tantos mitos y creencias sobre nuestras espaldas, pensé? “Sí, añadió el hombre. Desde entonces empezó un Calvario para mí. Me tuve que pensionar, pero el dinero no me alcanza y aún necesito ayudar a mis hijos. ¿Y la mujer? Ella sigue como si nada, se va a la hora que quiere, sale con hombres y yo no puedo irme de la casa porque no tengo a donde ir”.

“Un médico que me atendió aquí me dijo que sufro de ansiedad, depresión y estrés crónico; ‘estrés postraumático’ es la palabra que utilizó. Yo no sé qué signifique todo eso; lo único que sé es que ando de la chingada”, refrendó sonriente, a pesar de la historia. “Sí, le contesté, es algo difícil, pero veo que lo toma con humor y tranquilidad”.

“Pues qué me queda, mano, siguió el hombre. Tengo que seguir para adelante y dejar todo esto en el pasado”, contestó.

La bulla y el alboroto en el hospital por la mujer que se lanzó del segundo piso ya había pasado. Nadie sabía si había sobrevivido. El hombre aquel, cuyo nombre no me atrevía a preguntarle, se despidió, con un consejo inusual, que seguramente leyó en algún lugar o uno de sus terapeutas le dijo: “Hay que tomarse las cosas con calma”.

“Sí, refrendó. Esa es la mejor estrategia para manejar el estrés y la ansiedad. Todo eso implica reducir la presión sobre uno mismo, enfocarse en el presente y evitar la preocupación excesiva por el futuro o el pasado.

Lo que fue ya fue y lo que va a ser no sabemos, así que mejor estar tranquilos. Usted está joven así que cuídese”, concluyó. Le agradecí lo de “joven” y levanté mi mano, para despedirme. No podía extenderla porque el hombre aquel apenas podía con las muletas pegadas a sus sobacos, sudados como los tacos de Tilapan, allá por San Andrés Tuxtla.

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