(Fragmento)
Alejandro Rossi
«Vivo en un departamento mediano —por el tamaño —, por sus estímulos estéticos y por sus comodidades. Sus máximas virtudes son los techos altos, los pisos de madera y la blancura de las paredes. Los muros, claro está, podrían ser más gruesos y así me evitarían oír ruidos íntimos e innecesarios: los desahogos de mi vecino, sus carcajadas, sus pesadillas, sus locutores preferidos. El departamento mira hacia la calle al través de vidrios que van desde el techo hasta el suelo. Sería esplendido que mientras como me dejaran ver un bosque de pinos, un lago o siquiera un prado. No me interesan tanto si lo único que me permiten es observar sábanas, toallas y antenas de televisión. Me comunican con el exterior, es cierto, y ésa es la razón por la cual las mesas y las sillas vibran cada vez que pasa un avión. Si abro esos ventanales, entra un viento terroso, el rumor de los motores y el monóxido de carbono. Quizá el constructor de este edificio soñaba una ciudad diferente. Tal vez pensó que las reservas de petróleo se agotarían pronto y los motores serían eléctricos; es probable que también creyera en la ventaja de los transportes públicos y estoy seguro de que nunca previó el desarrollo de la aeronáutica comercial. La motocicleta sin duda le parecía un animal prehistórico, al borde de la extinción, una pieza en los museos tecnológicos. Sospecho en él alguna teoría sobre la disminución progresiva de la energía solar: dentro de muy poco tiempo sus vidrios permitirían recibir, después del mediodía, una luz dorada y suave, ya no sudaremos, ya no habrá que arrancarse la corbata y la camisa, las tapas de mis libros no se torcerán. No vivo mal, no me lamento, simpatizo con las visiones utópicas de ese arquitecto, pero concluyo que mi casa exige una ciudad distinta.»
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