Relatos dominicales
Miguel Valera
Cuando Juliana quedó embarazada de Tomás, su madre le dijo firme, segura, que tenía que casarse. “No sé cómo le vas a hacer, pero te me casas, yo no quiero una madre soltera aquí”, le recriminó. La jovencita, en el umbral de los 18, no estaba segura de tomar ese camino, pero convenció al padre de la criatura. El día del fiestón, todos los vecinos se unieron para adornar la calle. Los pollos en barbacoa, el pastel de “Polita”, los cartones de caguamas y los ríos de Mahuixteco, en garrafas de cinco litros, alegraron la tarde.
A los siete meses nació la criatura. “Es su hija y ustedes tienen que hacerse cargo”, les dijo doña Lupe. “Si quieren que se les cuide me van a pagar”, les soltó desde el principio, cuando ella quería regresar a trabajar a la tienda en donde era cajera y él a la ruleta, en el taxi de su tío Chencho. “Si quisieron traer esta criaturita, se hacen responsables”, soltó la señora, quien, en plena madurez, solía pasarse las tardes jugando baraja con sus amigas.
Al principio todo iba bien, pero poco a poco, la relación de Juliana y Tomás se fue deteriorando. Fue el ímpetu de la juventud, el tedio, el deseo de vivir con mayor rapidez, algo que es cada vez más común entre los jóvenes, lo cierto es que de un día para otro decidieron separarse. “Está bien, dijo la madre, pero tu hija es tu responsabilidad; a mi no me la vas a dejar; si quieres que la cuide, pagas”, soltó de nuevo.
Cada vez que Tomás iba por su criaturita, para sacarla a pasear, doña Lupe lo invitaba a pasar, le ofrecía un vaso de refresco, unos frijolitos de la olla o la costilla en salsa roja que tan bien le quedaba. Fue ahí donde todo comenzó. Ese día parecía que el cielo se caía. Ya quédate Tomás, mira cómo está la calle, parece un río caudaloso, le dijo, para convencerlo. No quiero que te arriesgues ni que arriesgues a mi nieta, le soltó para convencerlo.
El joven, que ya había entrado a la madurez, aceptó. Con la comida le invitó una cervecita, otra, una más, una copita de verde de Xico, para la digestión, otra cervecita. Estaban solos, se tenían confianza. La madre había sido testigo de las largas faenas amorosas de Tomás con su hija y ese día el refrán se hizo realidad: “El hombre es fuego, la mujer, estopa; llega el diablo y sopla”. Él, que, como taxista, se había vuelto experimentado en el amor, le cumplió con creces a su suegra.
La aventura no quedó en ese día de costilla en salsa roja y copitas. Se extendió al otro día, al tercer día, a las siguientes semanas. Doña Lupe renació a la vida. La vitalidad de Tomás refrescó su existencia. Dejó los jugos de cartas, empezó en el gimnasio y cada vez se esmeraba más por las comidas que le preparaba a Tomás, quien religiosamente, cumplía la faena amorosa en la populosa colonia de esta gran ciudad.
Y como el amor y el dinero no pueden ocultarse, Juliana se enteró e intentó reclamarle a la madre. “Pues sabes qué, le contestó, nos vamos a casar. Así que arreglas tu divorcio de inmediato, le das la firma y me lo dejas libre, porque nos casamos”, le expresó contundente, para acallar la rabieta. “Yo te casé y yo te descaso”, le lanzó. La joven mujer no pudo hacer nada. Sabía que a partir de entonces tendría en casa a su ex esposo, papá de su hija y padrastro. El día del nuevo bodorrio los vecinos de la calle celebraron con la misma enjundia que la fiesta de hace apenas unos años, todo mientras corrían de mesa en mesa los vasos de caguama y las garrafas de mahuixteco ardiente.
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