Mauricio Carrera
Es un loco, un enfermo, un iluminado. Sus ojos son notorios porque parecen arder, su atuendo es el de los cuervos, como la sotana de un cura llevado por el sacrilegio, el pecado, la duda. Es Antonin Artaud. Se le ve demacrado, con algo de desesperación en el rostro, preso de una tenaz temblorina.
-Agoté mi láudano –dice en francés.
Elías Nandino lo entiende. Además de poeta, es médico. Reconoce el síndrome de abstinencia de los drogadictos. Sabe lo que es el láudano –lo inventó Paracelso, una mezcla de opio con vino blanco, clavo y canela-, pero no tiene. En su lugar saca un frasco de elíxir paregórico. Se usa para diarreas y como analgésico. Tiene opio. Opio con alcohol alcanforado. Se recetaba incluso a bebés.
-Voy por agua, para diluirlo –dice Nandino.
Cuando regresa, el frasco está vacío. Antonin Artaud se lo ha tomado todo. Desaparece el abatimiento y deja de temblar. Sólo los ojos arden, no cambian; es la mirada de quien ve más allá. No tenía un déficit intelectual, sólo una metafísica de la actividad que lo lleva desafiar la vida, a agotarla pronto, a padecer sus incomprensiones, injusticias y estragos.
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