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El árbol de las resorteras

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Magno Garcimarrero

Si le dijéramos a un niño que cree en los Santos Reyes, que las resorteras se dan en árboles, no nos lo creería, tal vez se reiría de nosotros y posiblemente pensaría: ¿acaso no todos saben que el tirapiedras las vende en las ferreterías y en las casas de deportes?

Sin embargo, recuerdo que hace más de setenta años, los que entonces éramos niños mata pájaros, sabíamos escoger una buena horqueta de guayabo, limpiarla y nivelarla a pura navaja, ponerle ligas, hules, cueritos y quedaba lista para ir a descabezar lagartijas de las que tomaban el sol en los linderos de piedra.

El alarde era usar la resortera con tal destreza que podía uno derribar una manzana pegándose en el palito de donde colgaba, algunos de vez en cuando conseguían la proeza de Guillermo Tell sin niño debajo.

Cuando llegué a Xalapa, bastante cimarrón, por cierto, me encontré con que las resorteras, en efecto las vendían en las tiendas, los niños no las sabían hacer y en vez de llamarse así o tirapiedras, se denominaban con el galicismo “charpe” proveniente de la palabra inglesa Sharp que significa certero, agudo, atinado.

Ahora en las casas especializadas en venta de instrumentos cinegéticos, los famosos charpes tienen apoyo de antebrazo, mira telescópica y suelen costar varios cientos de pesos… ¡Lo que es la ciencia moderna!

En el mes de julio o agosto llegaba en mi pueblo la cosecha de nuez; las despulpadoras de fruta eran señoras que después del corte se conocían por traer las manos pintadas de un indeleble color negruzco que sólo se perdía al mudar la piel; a los comedores de nueces tiernas se nos pintaban los dedos y las uñas de amarillo y todo el pueblo cobraba el aroma acre y dulzón de la nuez recién cortada.

Entonces los niños juguetones nos divertíamos haciendo una pequeña sonaja: le hacíamos dos agujeritos a dos nueces y por ahí las vaciábamos, los hoyitos debían quedar uno frente al otro de tal modo que se viera a través de ellos, después un agujerito más, lateral a los otros y ambas nueces se ensartaban en un palito; se hacía pasar un hilo por el agujero lateral y se enredaba en el palito por dentro de las nueces, de tal modo que al jalar el hilo las nueces rodaban sobre su eje una a la inversa de la otra produciendo un ruido que, multiplicado por treinta que éramos los que ocupábamos un salón de clases, podíamos enloquecer a cualquier profesora, aunque de las que recuerdo, no necesitaban tanto.

Los papalotes lo hacíamos nosotros mismos con papel de china, desde las varillas de carrizo hasta el engrudo, ahora basta con meterse en la tienda de la esquina y pagar que los treinta o más pesos para tener “una cometa” de finísimo plastiquito de la mejor manufactura.

También la gente grande sabía hacer cosas útiles: mi madre hacía sus propias sábanas, ya que estaban viejas les bordaba los hoyitos y las hacia manteles, cando éstos se rompían hacía calzones para mí y mis hermanos y cuando como calzones quedaban inservibles los hacía servilletas; es el día que todavía de repente aparece en mi mesa una que otra de aquellas reliquias de confección casera para uso y admiración de mis invitados.

Los regalos del seis de enero eran un lujo de reyes, si claro, de reyes magos; pero nuestra imaginación rodaba por todos los caminos de la inventiva: unas tablas y una liga retorcida hacían una lancha de propulsión a base de paletas; una liga y una cáscara de naranja era un arma contra los amigos, para los enemigos usábamos grapas; un tallo de higuerilla hacia un buena cerbatana y las bolitas del sauco o de papata, los proyectiles; los avioncitos de papel volaban menos que nuestra imaginación, los barcos de origami o papirola ejercitaban nuestras manos y navegaban sobre charcos marítimos a la medida de nuestras ilusiones.

Con pastillas de clorato molidas, raspadura de cerillos y un balín, envuelto en papel de china hacíamos chinampinas tronadoras.

Hoy el mundo es otro, hay juguetes que ya no necesitan niño, y los niños aprenden que los juguetes no se hacen, sino que se compran en las tiendas; Santo Clos se surte en los grandes almacenes; los Reyes Magos dejan los fierros en el Palacio de Hierro y los padres que celebran “el día del niño”, no se conforman con menos de una “i pod” u otras máquinas computarizadas para que sus engendros cumplan con la obligación de tener lo que ellos nunca tuvieron; de ese modo cooperan con el abultamiento de la cartera de los comerciantes, que dicho sea con todo respeto, por tratarse del sector económicamente poderoso en estos tiempos, son los que inventaron el paradójico “dolo bueno”, que es una manera amable de espulgar el bolsillo del prójimo.

Posiblemente ahora los niños se diviertan más con la facilidad y la abundancia de juguetes- máquinas, pero estoy seguro que de no sacarlos de ese mundo de consumo alocado inventado por los mercaderes, devendrán en una generación sin fuerza propia, atenida a subsistir de lo que se les dé gratuitamente en la mano y pre elaborado.

La iniciativa y la inventiva descansan en paz.

M.G.

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