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El hombre millonario

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Relatos dominicales

Miguel Valera

Desde que era un niño, Joaquín —Joaco, le decíamos en el pueblo— soñaba que volaba. Se veía llegando a la Escuela Primaria “Adolfo Ruiz Cortines” como si de un súper héroe se tratara. Los infantes de esa época ya creíamos en los súper héroes, sobre todo en Kalimán y El Águila Solitaria, cuyos ejemplares nuestros hermanos dejaban escondidos debajo del colchón. Superman era más fresón y el Hombre Increíble, de Lou Ferrigno, avanzaba lentamente hacia las pantallas de la televisión de nuestros pueblos.

Joaquín nos contaba que sobrevolaba el colegio, llegaba en un santiamén del salón de primero a la alberca o a la tienda de doña Chata, para comerse unas gorditas de salsa roja, salpicadas de queso fresco. Durante los seis años que lo conocí, nunca faltó uno que no me contara sus vuelo-aventuras, sobre todo los días de kermés en donde almorzábamos debajo de unos árboles gigantes de mango, caminábamos y terminábamos sumergidos en la alberca escolar. Un día salvó a una niña que estuvo a punto de ahogarse. Ahí reafirmó que tenía “poderes”.

Le perdí la pista, con el paso del tiempo y la memoria, que envejece de prisa, me hizo olvidarme de él, hasta que un día, en un encuentro fortuito en el café la parroquia —sin clima— del puerto de Veracruz, Salomón, un viejo compañero, me contó, entre un platillo volador y un lechero, su historia. Sus padres eran muy pobres y no pudo seguir estudiando la secundaria, pero él tenía un sueño y lo siguió, hasta hacerse millonario. ¿Cómo fue eso, le insistí, a qué se dedicó?, pregunté con insistencia, mientras el mesero soltaba el chorro de café caliente sobre el vaso de cristal con leche.

Nadie supo bien a bien cómo se hizo millonario, pero Juancho “El Grandulón” —¿te acuerdas de él?, acotó— nos contó que se encontró un libro —

—, una obra del siglo XVII que le permitió controlar a un demonio llamado Valak o “Presidente Volac”. Dicen que se encerró por varias semanas en su casa hasta que entendió lo que ese libro decía. Consiguió piedras, amuletos, sales y allá por el rancho de don Lencho, una noche de luna llena, invocó al demonio en un conjuro que le permitió controlarlo. Al otro día, cuentan, se le apareció un niño con alas de ángel y le dijo dónde encontrar ollas de oro enterradas.

Desde entonces, siguió Salomón, Joaco se fue del pueblo, compró propiedades acá en el puerto y sobre todo en la Ciudad de México. De la noche a la mañana se hizo millonario. En el pueblo pasaron cosas raras, pero nadie las atribuyó a su éxito. Sus padres fueron asesinados de una manera muy cruel, al igual que sus hermanos. A él —según contaban algunos que lo conocían— era muy difícil de ver. Se convirtió en un personaje extraño y sumamente discreto. Yo le seguí la pista por un tiempo, pero de pronto ya nadie supo nada de él. Conocí a uno de sus choferes y me contó que se perdió, como si la tierra se lo hubiera tragado. La verdad no sé qué pasó con él. Era un tipo raro, ¿recuerdas que soñaba que volaba? Y pues así fue, creo que lo logró, pero toda su historia es muy rara, asentó.

Un día, cerró la conversación, mientras devorábamos nuestro “platillo volador”, me encontré el libro ese en la librería “Niña oscura” en la Ciudad de México, en la Calle Salvador Díaz Mirón 142 de la colonia Santa María la Ribera. Estuve tentado a comprarlo, pero cuando me acerqué para hojearlo, sentí un fuerte escalofrío, de una corriente gélida de aire en mi cuerpo. Me detuve y ya no lo hice. Entonces salió una niña detrás de un estante, lo tomó y se lo llevó. Cuando le pregunté al dueño, me dijo que ese día no había entrado ninguna niña al local. 

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