Llegué de la escuela cuando cenaban mis padres y mis hermanos. Con un gesto les hice saber que me iba a dormir.
Siempre ruidoso, les extrañó mi actitud pero no hubo comentarios. Me acosté y creo que más o menos me dormí pronto, a pesar del intenso dolor que se convirtió en un adormecimiento de la parte baja del rostro.
Para llegar a la recámara compartida con Alfonso, mi hermano, había que bordear la de Olga, mi hermana. Se conectaban ambas.
En la madrugada despertó Olga al escuchar los quejidos y el llanto contenido. Seguía dormido pero en una especie de duermevela me dolía de mi jeta desprendida, doblada hacia adentro y rota.
Ruidero; mi padre ya había partido a uno de sus recorridos a la zona oriental Michoacana, razón por la que mi madre debió hacerse cargo del asunto. Sin perder la calma a pesar del espectáculo de su hijo batido en una sanguaza babosa, me ayudó a vestir y salimos a buscar al médico de la familia.
Acababa de cumplir los once años y cursaba el primer año de secundaria. El recuerdo de incidente lejano, cuando resulte herido en una leve explosión y la imagen de mi madre desesperada, corriendo y luego manchando su vestido con mi sangre, me contuvo para no lanzar una sola lágrima. Además, repito, tras el dolor vino el adormecimiento.
La fractura era bastante delicada pero rusticidades de la medicina de pueblo, no había recurso para volver a su lugar mi mandíbula. Para el galeno no había obstáculo alguno. Tomó mi jeta con los dedos gordos en los dos lados y me comenzó a platicar la ocasión en que a mi padre un caballo casi le desbarató una rodilla.
Según el médico mientras curaban a mi padre, no se quejó ni una sola vez. Yo no podía ser menos, así que dejé que con los dedos enderezaran lo chueco y que después, al tanteo, me colocaran nuevamente mis huesos donde deberían estar.
Seguimos con las rusticidades. Primero con varias vueltas sobre cráneo y mandíbula me colocó fuertemente una venda qué después colocó alrededor de mi cabeza. Imposible un movimiento mandibular. La alimentación con popote y puros licuados con su aderezo de huevo, leche, canela, un poco de jugo de carne y así.
Bueno, al regreso de mi padre, la necesaria explicación. No iba a admitir que me había estado burlando de otro estudiante por su gorda apariencia, que nos habíamos retado y que mientras yo seguía con mis babosadas, el condenado robustiano con un bóxer en la mano me asestó un soberano golpazo que me tiro al suelo.
Los bóxeres eran unos anillos con un soporte para la palma de la mano. Eran mortales pero en Morelia los vendían en cualquier tenderete callejero donde también ofrecían dagas, estiletes, puñales, machetes y lo necesario para luchas cantineras..
No sé si me di cuenta inmediata del daño, lo que recuerdo es que no me levanté sino hasta que gordinflas se retiró.
Ante mi evidente muestra de torpeza y mi falta de sensibilidad ante el defecto físico de otra persona, imaginé que al pasar por uno de los hoteles, a la vera de la Calle Real, varios sujetos hacían mofa de Morelia y los morelianos.
Imbuido en santa indignación por las ofensas a la patria chica, les reclamé, me trancé en lucha cuerpo a cuerpo con uno de los ofensores y ante mi evidente superioridad intervinieron los otros, que me sujetaron mientras uno de ellos con una porra me golpeaba.
El cuento iba adornado con toda suerte de detalles que a algún tío le causó furia, mientras mi padre, hombre sabio y gran conocedor de su progenie, sonreía, movía la cabeza de un lado a otro y me dejaba con mi ensueño heroico.
Hasta entonces escribía cuentos que después de leerlos, los rompía. Nunca nadie vio mi presuntas novelas Salgarianas que siempre comenzaban con una oración: en un barco ballenero llamado Bauprés.Como sea, el cuento de mi exaltada valentía fue mi primer escrito para consumo ajeno. Desde entonces no paro cuenteando, fantaseando…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.