Trabajaba con un promisorio futuro en el Banco Internacional, donde estaba a punto de ser nombrado subgerente de la Sucursal ubicada atrás de Lago Alberto, donde se encontraba la fábrica de muebles de oficina P.M. Steele.
Pero el condenado gusanillo de la escritura no me dejaba en paz. Había conocido entre la clientela de la oficina central, en Guardiola, a dos ilustres periodistas a los que con muy limitado trato, casi al grado de preguntarles de cuántos cheques querían su libreta y ellos responder con un seco, de 25 o de 50.
Trato suficiente para darme cuenta de sus limitaciones intelectuales y, claro, de la extrema corrupción que los invadía: depositaban con semanal puntualidad, cada uno, decenas de cheques teóricamente expedidos a maestros de la SEP. Era evidentemente la forma en que recibían sus cohechos, embutes o chayotes.
En lo personal, lo he platicado antes, desde la muy elemental infancia, alrededor de los diez años, escribía cuentos de aventuras que seguramente eran refritos de mis lecturas de Salgari. Siempre un ballenero llamado Bauprés y los imprescindibles piratas al acecho.
Es todo lo que recuerdo; mis geniales obras pasaban sin trámite alguno, a la basura. Así fue creo que hasta la llegada de la tribu moreliana de los Ferreyra, en 1952, a la Ciudad de México. Después de diversos avatares en términos laborales, al caer en el Banco Internacional me renació la tentación.
Escribí algunos textos que me publicó Avance, un diario propiedad de un señor Sacristán Garza, motejado popularmente como Sacristán Farsa, un individuo de temibles antecedentes cristeros pero, bueno, mi nombre aparecía muy garigoleado en las páginas editoriales.
Al conocer a los señores de rimbombante nombre periodístico, decidí que yo me haría periodista y con el tiempo, sería escritor. Recordé la existencia de un semanario, Sucesos para Todos y aprovechando mi cargo bancario, decidí visitar al propietario.
Tenía poco casado y un primer hijo, pero la fortuna hizo que me recibiera don Gustavo Alatriste en presencia de quien sería mi ángel guardián, Patricia de Morelos. Le pedí la oportunidad de publicar sin remuneración.
Me respondió que el que publicaba en la revista tenía un pago en correspondencia. Luego de unos minutos de charla, me propuso que me fuera a trabajar como su secretario particular, y previamente me pidió información de mi salario: 1,500 mensuales y un automóvil.
Me citó un par de semanas después para tomar posesión del cargo. Con las tripas y el corazón revueltos, fui a consultar con Male, mi esposa que tras un par de día me dijo que si era mi aspiración, deberíamos arriesgarnos. Me presenté el día fijado. La secretaria no tenía idea del asunto y Alatriste estaba en Buenos Aires.
Sonó el teléfono, respondió la secretaria y le comentó de mi presencia y de mi pretensión de integrarme a su oficina. Alatriste respondió con acritud, dijo no saber quién era yo ni qué demonios pretenda con eso de trabajar en la editorial.
Para mi fortuna, Patricia de Morelos estaba presente, escuchó, tomó el aparato y casi con tono de regaño, le recordó mi visita y su ofrecimiento. La señora, actriz, dirigía el quincenario La Familia, la joya de la corona con más de 300 mil ejemplares y venta desde Chicago, Lis Ángeles, la zona fronteriza, Centroamérica, Venezuela, Colombia y Perú.
Cambió el tono y la respuesta. Ordenó que me dieran una oficina y para deberes y percepciones, esperara su regreso a México. Así fue.
Don Gustavo tenía un hijo, varón, que sólo lo visitaba para pedirle dinero, siempre dinero. Lo menciono porque el día que arribó a México, el empresario me pidió que lo acompañara a una fábrica de muebles en Tacubaya.
En el enorme Cadillac plateado, subió la pierna derecha al asiento, ligeramente doblada. El cuerpo mirando hacia su interlocutor y con el pie izquierdo acelerando y frenando a endemoniada velocidad sobre el Periférico, en esos tiempos transitable.
Me dijo que me pagaría ocho mil pesos mensuales, le contesté que no por lo que me pidió una cifra. Le comenté que nunca había sido secretario de nada ni de nadie y no quería ganar mucho por poco tiempo. Bajó a seis mil y le pedí que me garantizara mi percepción bancaria, que mentirosamente subí a 2,000 mensuales y vehículo.
Me miró entrecerrando los ojos y luego dijo que estaba bien y que al siguiente día compraría un coche para mi. Por lo pronto, me asignó una infame Combi de carga con letreros de La Familia y Sucesos por todos lados.
Creo que ese día nació su afecto, que duró hasta que falleció. Lejanos geográfica y laboralmente, me citaba en Alfredos donde conversábamos de temas personales. Y siempre preguntando cuál era mi fortuna personal. A mi respuesta, entornaba los ojos y exclamaba: Carajo, Ferreyra, ¡nunca pudiste aprender nada de mi!
Así inicié mi vida en el mundo periodístico, donde conocí, me hice amigo y aprendí mucho, de Héctor Anaya, aseguró que el periodista más culto e inteligente del país; coincidí en estos inicios con Rogelio Naranjo, charlé muchos buenos ratos con Rius, me asombré con el bagaje científico de Juan José Morales y bueno, imposible mencionarlos a todos.
Vale reconocer el aprendizaje del oficio con Raúl Prieto y Río de la Loza, un ser cruel, despiadado pero un profesional admirable. Publicaba una columna, Perlas Japonesas con el seudónimo de Nikito Nipongo.
Lo odiaba, me odiaba por haber estado cerca del dueño, de “ese perro despreciable “ cuya publicación dirigía. Sin embargo fue mi mejor maestro. Quizá me pegó algo de su amargura pero hasta eso tengo que agradecerle…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.