La Tía Chofi, Sofía Barajas Sandoval, era el ser más amoroso de la Tierra; toda dulzura, siempre dispuesta a tender la mano al necesitado, eso a pesar de una vida de agobios y tropiezos.
De baja estatura, morenísima de nariz muy larga y delgada con una jorobita, pelo largo, lacio negrísimo y eternamente con falda larga; para mi fue siempre la imagen de un personaje etíope.
Hija de uno de los protagonistas de las reminiscencias pueblerinas de José Rubén Romero, vivió en Ario de Rosales y luego en Tacámbaro de Codallos y en Morelia.
Tenía tres hermanos geniales. Joaquín, alto, esbelto siempre con pantalón recto y bolsas horizontales, chaquetilla corta con tarugos de hueso en lugar de botones y lucidora, reluciente, su escuadra con cachas labradas.
Tenía por costumbre asistir a corridas de toros, pero carecía de paciencia cuando el matador no podía asesinar al burel. Desde barrera, gritaba: ¡así se mata en Michoacán! Y sin cuidado alguno masacraba a balazos al animal.
Luis Procuna fue víctima y salió corriendo. Creo que no paró hasta llegar a su casa en Polanco. Con la única bala en su arma, fue asesinado en Huetamo por el jefe de Policía al que pretendía encarcelar por corrupto y asesino.
Otro hermano, Daniel, maestro rural que daba clases entre buche y buche de charanda, con cierta periodicidad organizaba escándalos que ponía en la geografía regional el poblado donde prestaba sus servicios.
En determinados casos el pueblo completo deseaba lincharlo. Las endiabladas, un grupito de jóvenes encerrado en su casa pegando espantosos alaridos, la gente del poblado acampada en las afueras con un cura imbécil que les fomentaba el pánico colectivo. Aseguraba que las mujeres pegaban saltos descomunales y gateaban por las paredes.
Hasta que llego por ahí mi padre que entre palmas benditas, jaculatorias para protegerlo, con su Mack de diez toneladas entró al pueblo, fue a la casa de su primo político, lo sacó y se lo llevó hasta Morelia.
El cuento de las endiabladas dio origen a una tradición, relatos sin fin y brotes literarios por todos lados.
El tercero de los Barajas, enteco, pequeño y bajo el imperio dictatorial de la Tía Carmela, cuando se emborrachaba para lo que era suficiente medio vaso de charanda, lo acostaba, lo amarraba y lo amordazaba.
Secretario de juzgado, disfrutaba haciéndonos leer las actas con la crudeza de lenguaje y la minuciosidad de los crímenes. Teníamos unos ocho años de vida.
Estudió leyes en la tercera edad, se recibió y fue juez tal como ya era su hijo abogado dos decenas de años atrás.
Ante el auge del crimen organizado, obvio, tecibió el aviso: plata o plomo. Familiarmente quisieron adiestrarlo y le entregaron una flamante Colt. El cargador dormía en su buró, el arma la tenía en la oficina y los tiros repartidos en los bolsillos de trajes y chamarras.
Volvamos con la adorable Chofi. Su vocación era convertirse en esposa del Señor, así que dirigió sus pasos a un convento en el que fue recibida con la prosapia debida. Apenas al cruzar el enorme portalón, ya le habían asignado sus tareas. Limpieza, lavandería, atención a cierto segmento de novicias.
Jovencitas de determinado sector social adinerado, eran amparadas en retiros de varios meses, hasta un año cubriendo así con un falso manto de castidad sus tropiezos y devaneos.
Chofi y aspiranres surgidas del campo eran las sirvientes explotadas y nunca consideradas en los acercamientos a Dios. No había conflicto posible, solo eran indias.
La sobre explotación, la pésima dieta, los flagelos y otras penitencias lograron que la familia se diera cuenta y acudiera a rescatarla aunque el daño ya estaba hecho.
Reintegrada a la vida civil, decidió vender ropa en abonos. Yo era feliz acompañándola por los barrios marginales de la antigua estación del tren. Ella colocaba sobre un hombro mandiles, carpetas, mantelitos y blusas (huanengos) todos con bordado de punto de cruz en modesto percal.
Me distinguía dejándome anotar en las tarjetas de los clientes, el importe de compras y los abonos que, vaya tiempos, variaban entre veinte y cincuenta centavos semanales.
Por tratarse de rumbos donde las carencias y las frustraciones son el pan cotidiano, digamos que ver un pleito sangriento a la distancia, muertos o no, de ninguna forma era motivo para suspender nuestras actividades… hasta que un día el susto fue cercano, mayúsculo pero me convertí en héroe.
Al llegar a una esquina escuchamos las detonaciones. Chofi se detuvo, yo valeroso le comenté que eran cohetes pero si no eran la defendería.
Pensemos en un mocoso largo y flaco, muy alto para sus diez años. Cuando íbamos a dar la vuelta, un sujeto con los ojos desorbitados, la pistola en la mano, nos apuntó.
Mi obvio reflejo fue pegarme a la pared con la afortunada circunstancia de aplastar a mi espalda a Chofi. El miedo me congeló hasta que llego la julia con sus policías en grandes abrigos de paño, el chaco austriaco en la cabeza y los fusiles terciados entre la furnitura que contenía el parque de repuesto.
Preguntaron, sin poder hablar señalé con una mano la puerta del tendajón donde se refugió y lo detuvieron debajo de una cama. A unos pasos la víctima se revolvía en el suelo como tlaconete panteonero en sal.
Dos plomos en la barriga y la gente tratando de colocarlo boca abajo para que al pistolero “se le traben las patas” y no pueda correr. Por cierto, creo que el hombre del arma estaba mas asustado que todos los presentes.
El resto de la jornada fue un auténtico paseo por las nubes. Mi valeroso gesto en defensa de la integridad de Chofi, ya se comentaba en las vecindades.
En cada vivienda me regalaban un rico bolillo granuloso con mantequilla y azúcar, leche tibia bronca, trozos de piloncillo y todos querían conocer por mi boca la hazaña.
Que Chofi nunca creyó, pero incapaz de quitarle a uno de sus adorados sobrinos la enorme ilusión. Como siempre sucede, la fama es efímera y antes de una semana nadie lo recordaba.
Abandoné mis poses de macho…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.