Un año completo de reclusión y puedo decir con vanidad que no siento estragos intelectuales; en lo físico, la escasa movilidad si pesa pero todo se compensa cuando vienen los recuerdos de una vida plena y muy agradecible.
En mi paso por los medios, especialmente la agencia Prensa Latina cuya dirección regional me correspondió ocupar siete años en los que viajé intensamente el continente, y Unomásuno como reportero de la fuente presidencial y viajes extracontinentales.
Cenas en Estocolmo con los reyes suecos, golpes de Estado, tres, que presencié en vivo y en directo, guerrillas en Suramérica, expulsión de media docena de países, apresurado abandono y regreso a México mientras era buscado por policías y militares.
Guerra entre países, la crueldad de los buenos ciudadanos siempre dispuestos a la tortura, el despojo y el abuso contra quienes hoy enemigos, ayer vecinos y hasta compadres.
En verdaderos descansos físicos y anímicos, tuve la afortunada oportunidad de viajar, conocer y gozar de periplos turísticos, a uno de ellos corresponde la foto que acompaña este texto.
En la gráfica no aparece el contador Paco Rojas, seguro autor de la foto. A la izquierda está su esposa Marisela acompañada por Carolina, esposa de Ricardo Trejo, a la derecha con su mamá.
Atrás don Francisco Trejo, el patriarca, Male mi esposa y yo. El lugar, sin duda Italia donde visitamos Roma, Florencia y Venecia, con brinquitos a Burano y Murano y recorridos cortos a otras islas.
Infinidad de casos curiosos protagonizamos. Mi predilecto, cuando a bordo de un autobús turístico recorrimos a velocidad de competencia y vimos los principales monumentos de la Ciudad Eterna.
Apenas torcíamos el cogote para mirar algo cuando nos indicaban mirar del otro lado. Total: no pudimos apreciar nada porque además el recorrido incluía una visita a una trattoria en las afueras de la capital.
En esta visita llegamos a Florencia, un aeropuerto lejanísimo que obligó a la contratación de una camioneta de pasajeros, nada más para nuestro grupo.
La mayor parte de los pasajeros sabiamente decidieron refugiarse en hoteles vecinos a la terminal aérea. Nosotros acordamos que nos iríamos a Florencia.
El subdesarrollo total. No recuerdo el nombre del fenómeno, pero en las cinco, seis horas de recorrido, buscando atajos y transitando Puentes carreteros, vimos lo insólito: poblados hundidos en las aguas ni un alma a la vista y desde luego ni un vehículo transitando.
Recorrido agobiante pero espectáculo sin par, que nunca más podremos volver a apreciar.
A Roma llegamos días después y tuvimos tranquilidad, paz y muchos sitios por visitar y aprender, con la asesoría de don Francisco, lector insaciable de novela histórica… pero quisimos sintetizar en un recorrido la belleza arquitectónica de la ciudad, las diferencias entre lo clásico, lo moderno y la etapa musoliniana.
Terminamos en el restaurante casi campestre, amplio, con unas cuantas mesas ocupadas y un conjunto de veteranos cantantes de ópera, como premio adicional.
Paco Rojas pidió un jaibol. Maravillas de la incultura, los meseros no hablaban español, tampoco inglés y mucho menos francés. Similar ignorancia nuestra con el añadido de no conocer el idioma del Dante.
Asunto resuelto: una botella de güisqui, una jarra de agua y otra botella de coñac.
Cuando entramos a la trattoria el guía de turistas llevó a los mexicanos a una mesa; apartados, unos recién casados japoneses e igual con una pareja española. Los otros no los recuerdo con claridad.
Por sugerencia de Ricardo, me levanté con las botellas en las manos me presenté en cada mesa. La pregunta era simple, güisqui o coñac.
Bastaron unos minutos para descomponerles el cuadro a los turisteros que terminaron sentándose en la enorme mesa que organizamos con el resto de ocupantes del autobús. El chofer y el guía monolingüe se sumaron.
Llegó el turno de los veteranos divos, todos con un pasado glorioso como intérpretes de música culta pero ahora mendigando propinas a los visitantes.
Nos recetaron, desde luego, Oh sole mío; continuaron con otras de las más populares arias de ópera. Preguntaron qué deseábamos escuchar, pedí Mattinata o como se escriba, y en un alarde de presunción, sugerí algo de Agustín Lara.
Vaya vanidad. Luego de muchas consultas entre los cuatro ancianos, capitaneados por una dama de belleza notable a pesar de la edad, y de voz privilegiada, comenzó a tararear otra bella canción italiana pero con una sola expresión: Lara la Lara, Lara Lara…
Y bueno allí dimos por terminada la jornada que seguiríamos con gachupas y nipos como invitados en el bar del Hotel Excélsior. Pero esa es otra historia…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.