SENTIDO COMÚN
Gabriel García-Márquez
LA DICTADURA ALIMENTARIA
Las nuevas normas del Gobierno de México que prohíben la venta de alimentos con sellos de advertencia en todas las escuelas del país (públicas, privadas, rurales, urbanas, y hasta universidades) ha sido presentada como una gran victoria en la lucha contra la obesidad infantil.
Sin duda, el país enfrenta una emergencia de salud pública: los índices de sobrepeso y enfermedades crónicas en menores siguen en aumento, y urge una intervención. Pero cuando el remedio ignora contextos sociales, realidades económicas y derechos individuales, hay que hacer una pausa y preguntar si realmente estamos combatiendo el problema o sólo trasladando sus consecuencias.
UNA MEDIDA QUE APLASTA REALIDADES
El nuevo manual de la Secretaría de Educación Pública (SEP) establece qué alimentos pueden prepararse, venderse o consumirse en las escuelas. Quedan fuera refrescos, galletas, dulces, frituras, tortas con carnes procesadas y todo producto que lleve algún sello por exceso de grasas, sodio o azúcar. La idea, en papel, es impecable. En la práctica, la historia es otra.
En muchas escuelas de comunidades rurales o pueblos pequeños, los alimentos que se venden dentro o a las afueras del plantel no son productos industrializados, sino platillos caseros preparados por madres y familias que dependen de esa actividad para subsistir. Tamales, empanadas, tostadas, aguas frescas, panes hechos en casa: más que una amenaza a la salud, son una fuente de ingreso y sustento.
La nueva norma pone fin a esta economía informal sin ofrecer alternativas. Para muchas mujeres, especialmente en contextos de alta marginación, la venta de comida en la escuela era su única entrada de dinero. Hoy, también está prohibida.
ADULTOS SIN DERECHO A DECIDIR
El golpe no es sólo económico, sino también simbólico. En universidades y escuelas de nivel medio superior, donde los estudiantes ya son adultos legales, también se aplica la prohibición. Esto significa que una persona mayor de edad no podrá comprar una bebida azucarada, una torta o unas papas dentro del campus.
El mensaje que se está enviando es que, aún cuando pueden votar, trabajar, conducir o tener familia, no pueden decidir qué comer. Es un enfoque profundamente paternalista que equipara a los adultos jóvenes con niños sin capacidad de juicio. Además, muchas universidades tienen tiendas de conveniencia concesionadas, cuyos ingresos dependen de la venta de productos empacados. El impacto económico será directo: menos ingresos, posibles recortes de personal y reducción de servicios.
LA SALUD PÚBLICA NO DEBE SER SINÓNIMO DE IMPOSICIÓN
Nadie duda de la necesidad de promover hábitos saludables. Pero la prohibición no educa: sólo silencia. Lo que debería ser una estrategia pedagógica se está convirtiendo en una política de control. Prohibir no genera conciencia nutricional, no enseña a leer etiquetas, no fomenta la responsabilidad. Sólo restringe.
Y mientras tanto, allá afuera (en la tienda de la esquina, en la calle aledaña a la escuela, en el Oxxo más cercano) todos esos productos siguen disponibles. Los estudiantes pueden comprarlos igual, sólo que ahora fuera del entorno escolar. Entonces no queda claro cuál es el verdadero alcance de esta medida.
UNA DECISIÓN QUE CASTIGA A LOS MÁS VULNERABLES
Lo más preocupante es que esta cruzada moral contra la comida chatarra termina afectando más a quienes menos tienen. En las grandes ciudades, las escuelas privadas quizás puedan adaptarse, reinventarse, invertir en nuevas opciones. En las comunidades marginadas, donde no hay más que vende lo hecho en casa, la decisión representa un castigo silencioso.
Se cierran puertas económicas en nombre de la nutrición, sin mirar a quién se deja fuera.
EDUCAR EN VEZ DE CENSURAR
Si el objetivo es construir una sociedad más sana, la base debe ser la educación, no la imposición. Necesitamos estudiantes que entiendan por qué un producto es dañino, no que simplemente no lo vean en el menú. Necesitamos políticas que cuiden la salud sin destruir economías locales ni anular derechos individuales.
Combatir la obesidad es urgente. Pero hacerlo a costa de la libertad, la autonomía y el sustento de miles de familias, es una receta que podría salir mucho más cara.

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