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La patria grande, desde la patria chica

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“En algún parque público cercano a la escuela, el maestro de Educación Física sacaba a los educandos para las prácticas de marcha militar”.

Por Carlos Ferreyra

Esperábamos septiembre con ansia y desde el mes anterior comenzábamos los preparativos para las Fiestas de la Independencia, recordando a los héroes que nos dieron patria y libertad, repetíamos a toda hora la cantaleta.

En las puertas de las casas colocábamos un par de banderas, en las ventanas, tras los cristales, igualmente se podían ver los colores verde, blanco y colorado, la bandera del soldado era otro sonsonete infantil.

Para Morelia, en aquellos ayeres, la bandera tenía un significado muy especial, nació con el chile en nogada, durante el imperio de Agustín de Iturbide, criollo oriundo de la antigua Valladolid. Gracioso, hay quien se dice descendiente y con derecho al trono.

En las calles colgaban de cordeles de lado a lado, la enseña tricolor y los edificios públicos colocaban airoso el emblema trigarante. Un ambiente anticipado de fiesta sacaba a las calles las vendimias más típicas, las enchiladas placeras, buñuelos chorreando miel y degustados con atole blanco, las gelatinas de vino, las de leche con su chorrito de rompope y muchas otras delicias.

En las escuelas durante el día se escuchaba el redoble de tambores y el alarido desafinado de las cornetas. Las bandas de guerra y la escolta de la bandera, territorio reservado para los niños aplicados.

En algún parque público cercano a la escuela, el maestro de Educación Física sacaba a los educandos para las prácticas de marcha militar.


Y es que el 16 de septiembre desfilaban los centros escolares, a los que se hacía un reconocimiento público por su acción más destacada: mejor uniforme que era terreno prohibido para nosotros los proletas, los colegios particulares vestían blazer, pantalón de casimir a juego y choclos de charol.


Prácticamente todo se iniciaba con la marcha de la Lealtad, un numeroso conjunto de soldados de caballería recorriendo la avenida principal y tocando, muy acordes todos, la Marcha Dragona. Cerraban charros y chinas, todos con sombreros galoneados y los varones luciendo los revólveres, mazorca en la voz popular, en sus fundas y cinturones piteados.


Las mujeres, las más lindas que participaban montando a la mujeriega, mostrando púdicamente el huesito y los botines con botones a los lados, quizá alguna con rebozo terciado como cabañas en cruz.

Floreaban la reata, arriba de la montura, mientras el corcel, adiestrado, caminaba con paso lento y sin movimientos bruscos. También mostraban su habilidad para pialar y en el suelo hacían la canasta colocándose adentro y luego afuera sin perder el ritmo del movimiento circular de la reata.

El 15 desde temprana hora de la tarde, la gente se iba concentrando en la Plaza de Armas y en la Melchor Ocampo a ambos lados de la catedral, de cara al Palacio de Gobierno. A las once de la noche, el gobernador salía al balcón, mencionaba a cada uno de los próceres libertarios, que la gente coreaba con vivas.

Finalizaba la ceremonia con tres vivas a México, la gente se volvía loca del entusiasmo, los curas de la Catedral echaban al vuelo las campanas y de las alturas de las dos torres, lanzaban cohetes que subían silbando, dejando una Estela de Luz que luego descendía como paraguas multicolor.

Momento de atascarse los dedos con la miel de los buñuelos y de comer el pollo de plaza con las enchiladas aderezadas con la fruta en vinagre. Los adolescentes con las serpentinas en las manos para lanzarlas a una posible conquista.

Era noche de destrampe porque usualmente las calles quedaban desiertas a las diez de la noche, porque a las seis de la mañana había que empezar la jornada, escolapios de secundaria y estudios superiores, a las siete ya estaban en las aulas.

Desvelados pero como toda la felicidad del mundo a cuestas, marchábamos el 16, las personas de recursos alquilaban una silla a la orilla de la banqueta. El peladaje, de pie, nos chutábamos las tres o cuatro horas del desfile bajo un sol que derretía hasta los pensamientos.

Seguían los festejos en las diversas escuelas con actos cívicos y con teatro escolar, orquestas infantiles, exhibición de productos de la parcela, impresos de la instalación donde tomábamos ese taller, y piezas de madera tallada, algún mueble rústico de la carpintería.

Y todo concluía con el aniversario del natalicio del cura José María Morelos y Pavón, quien vio su primera luz en la Hacienda de Tzindurio, hoy barrio suburbano.

Llegaban contingentes castrenses de zonas militares de Guanajuato y Jalisco. Llegaban con inimaginables máquinas bélicas como tanques. Era una marcha espectacular, en la que solían participar cadetes de la Escuela Militar del Distrito Federal. Llevaban unos ejemplares equinos maravillosos, enormes, brillantes, enjaezados y con trencitas en las crines.


También tocaban la Marcha Dragona pero en una variante en la que un clarín principal, marcaba las notas que seguía el resto. Tras el desfile los cadetes se paseaban por la plaza donde eran virtualmente asaltados por jovencitas casaderas. También era parte del festejo.

El México que no volverá, ahora, modernos, nos hemos globalizado…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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