Miguel Valera
Esa tarde de viernes santo, mientras preparaba un café Niebla de Coatepec en olla —tres tazas de agua y tres cucharaditas del aromático— Santiago escuchaba desde la biblioteca de su casa el canto y los rezos de los cristianos que participaban en la llamada procesión del silencio. Había crecido en una familia muy religiosa y desde muy pequeño perdió, además de la fe, el amor por sus padres, que protegieron, contra viento y marea, al cura que había abusado de él.
Desde entonces, aunque fue superando poco a poco el resentimiento —sobre todo hacia sus progenitores de quienes pensaba que se habían dejado llevar por el fanatismo en lugar de los hechos que él les expuso con detalle—, Santiago se convirtió, más que en un resentido contra la religión y sus representantes, en un agnóstico que buscaba “en otro lado” y no en la religión, las respuestas a las grandes interrogantes de los seres humanos.
Por eso esa tarde, fría, con un ligero chipi-chipi en la ciudad, el hombre que el próximo 25 de julio cumpliría 60 años, miró con recelo la procesión y pensó en Friedrich Nietzsche y su náusea por los cristianos. Recordó de Más allá del bien y el mal aquella idea de que “la filosofía de los dogmáticos ha sido, tan sólo un hacer promesas durante milenios, como lo fue, en una época más antigua, la astrología, en cuyo servicio es posible que se hayan invertido más trabajo, dinero, perspicacia, paciencia que los invertidos hasta ahora en favor de cualquiera de las verdaderas ciencias”.
Con esos pensamientos del viejo alemán, sacó de su librero un ejemplar del Anticristo y leyó: “¡Casi ya dos milenios y ni un solo dios nuevo! Únicamente todavía y como si fuera ley, como un ultimátum y un máximum de la fuerza divina, del creator spiritus en el hombre, ese dios deplorable del monotonoteísmo europeo… y cuántos dioses nuevos serían aún posibles. A mí mismo, en quien entretanto el instinto religioso, es decir el instinto creador de la divinidad, otra vez ha querido revivir: ¡de qué manera tan diferente, tan diversa, se me ha manifestado lo divino! Yo no dudaría de que existen muchas clases de dioses”.
Cerró el ejemplar mientras seguía escuchando el “perdona a tu pueblo Señor, no estés eternamente enojado de los cristianos”. Luego de un largo silencio, escuchó en el altoparlante la voz del obispo: “caminamos juntos en la alegría, pero también caminamos juntos en momentos de tristeza, de dolor, de incertidumbre, de enfermedad. Cuando Dios, en el Antiguo Testamento, llamó a su pueblo, fue para sacarlo de una esclavitud, para que aprendieran a caminar en la libertad. Lo que hoy hemos caminado en el silencio, recordando todo el mal que provoca el pecado, todas las muertes que hemos vivido en Veracruz, todas las injusticias, todos los vicios, los pecados, el narcotráfico, la violencia, todo esto que ha tocado nuestras vidas”, dijo el líder religioso.
Santiago se sintió reconfortado. Sabía que había verdad detrás de esas palabras. Entonces recordó cuando su padre lo llevó, un día de cumpleaños, a la fiesta de Santiago Apóstol en Santiago Zapotitlán, en la Delegación Tláhuac, de la ciudad de México. Ese día, estaba siempre presente, con danzas coloridas, pirotecnia, juegos mecánicos. La comida, también inolvidable: tortitas de camarón, tamales de judas con alverjón y pescado. Estos viajes le habían ayudado a superar el resentimiento hacia su padre y al recordarlos volvía a ser feliz.
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