Pienso en el final de la existencia. No personalizo, generalizo lo que he estado observando y desde luego hago un batidillo con experiencias personales.
No hay queja ni lamentos, lo advierto de entrada, sino la simple observación con la conclusión de que el destino es inexorable y debe aceptarse nunca como algo fatal, sino como seguramente la suma de nuestros aciertos y errores de vida.
El destino de la vejez es la soledad. Cómo la viva cada quien será su cruz o su premio.
Los hijos, cariñosos, solidarios, siempre atentos a los apremios, los problemas de sus ancianos progenitores, deben ocuparse de sus propias familias, velar, educar a quienes forman su núcleo, su entorno.
Los nietos, cariñosos y consentidos en su infancia, pronto pasan a la adolescencia, con un circulo amistoso en el que ya nada tienen qué hacer los abuelos.
La soledad se amplía, ya no hay un día, dos días en los que llegue la alegría con los infantes. De hecho ni siquiera los platillos que antes les parecían la cumbre del sabor, son desplazados, sustituidos.
Hoy la experiencia te alegra cuando una nieta vuela tres mil kilómetros, sólo para estar un día, un solo día con la abuela. Pero otros dos nietos son incapaces de cruzar la calle con igual fin. Sucedió así.
El mayor de los nietos con sus mensajes casi cotidianos, era como una ventana al mundo. Mi abuela paterna lo hubiese señalado: no ha venido ni hablado en semanas porque alguna malacara le habrán hecho. Imposible.
Vivimos en un piso 15 con dos grandes ventanales que muestran muy lejanos algunos montes, uno de ellos según los vecinos, es el Popo. No lo creo porque cuando se enoja y lanza fuego, no se ven las coronas ígneas.
Mas acá se aprecian los enormes edificios al borde de la carretera, la mayoría sin ocupar, nadie quiere tal ubicación.
En el medio, un bosquecillo destinado a desaparecer. Por un lado avanzan algunas residencias y a lo largo de la avenida que corre lejana y paralela a la carretera, un colegio judío extiende sus enormes instalaciones hacia atrás. A la chita callando.
Del lado opuesto a los caseros invasores, grupos marginales comienzan a instalarse, a organizar bailes populares y a explorar la barranca. Ocasionalmente se registra una quemazón de árboles, anuncio de nuevos inquilinos silvícolas.
Para Magdalena y para mi las ventanas, que presumimos como terrazas, son como cuadros, pinturas ricas en colores y siempre sin movimiento.
Todo lo anterior, pueden creerlo, nos ha llevado a sentirnos cada día más cercanos. Antes cuando tenía automóvil pensaba ocasionalmente en llevarla a algún lado, a distraerla.
No hay vehículo ni me permitirían manejarlo si lo hubiera. Pasamos los días de la mejor y más solitaria manera. Nos adaptamos gracias a que nos hemos convertido en un solo ser.
No hay grandes y espectaculares explosiones amorosas, existe algo que va mucho más arriba que el simple sentimiento de cariño. Lo repito, ahora somos una sola persona, eso nos permite anticipar inquietudes y deseos.
Ignoro como vaya la vejestud de otros, la nuestra con todo y la creciente soledad, está plena de satisfacción y, puedo afirmarlo, de alegría.
Magdalena ha desarrollado un maravilloso sentido del humor del que como es obvio soy la víctima. Y me siento feliz por eso…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.