Regresamos de Cuba con una mano adelante y otra atrás. El administrador de la agencia Prensa Latina, de nombre Porfirio, resabio de épocas capitalistas, con pragmatismo desvergonzado se negó a entregarme mi último salario en pesos mexicanos o en dólares.
Y como estaba prohibida la exportación de moneda, decidió quedarse con mi dinero. La cara de susto del director de la empresa fue genial pero burocracia socialista, peor mil veces que la mexicana, me pidió tiempo para resolverlo. Esa tarde viajaba a México.
Los cubanos inventaron un recurso apropiado para evadir todo: la directriz.
No existía directriz para tomar una decisión que, sabíamos era puramente de escritorio y estaba en las manos del burgués ex gerente de una distribuidora de autos de lujo, Porfirio, que a toda costa mantenía su coto de poder hasta por encima del director.
El vejete malvado fue culpable del cierre de nuestra oficina en Quito y el encarcelamiento de los dos corresponsales, uno de ellos sub director de Prensa Latina que quería comprar un coche nuevo.
Le mandó un par de decenas de miles en dólares, pero se lo anunció por teléfono. Captados los mensajes por espías militares, buscando el dinero voltearon al revés la casa sin encontrarlos.
El receptor había cosido los billetes al forro de su chaqueta. Viajé a Ecuador, logré que los dejaran libres pero salimos entre escoltas fuertemente armadas, sin documentos, expulsados a Chile donde arribamos cuando se conoció la localización y rescate de los caníbales de Los Andes.
Sigo: desempleado y sin recursos me asilé con todo y familia con mi madre y mi padre. Nadie quería saber del sujeto que durante siete años dirigió la agencia cubana en México y Centroamérica. Lo menos que temían era una ideología comunista, pero temían más la posibilidad de que fuese agente del espionaje caribeño.
Dos ángeles guardianes me buscaron, ese súper genio Héctor Anaya Sarmiento y otro ser igualmente inteligente y culto, Agustín Granados Granados. Estaban preparando la emisión de un programa de TV para Luis Spota: Cada noche… lo inesperado.
No sólo recibí un estipendio generoso, sino que con ese par de desquiciados todos los días eran de fiesta. Imaginativos, no se atenían a hechos circunstanciales. Los creaban.
Acompañado por una escultural modelo, caminé por insurgentes hasta el puesto de venta de Lotería donde dos damas decimonónicas consultaban la lista de premios.
Mientras también consultábamos, se acercó una compañera con mi hija Magdalena de la mano. Sin dar ocasión a una respuesta me empezó a insultar, a acusarme de tener muertos de hambre “a nuestros hijos” mientras me paseaba con otras mujeres.
Mi hija sabia de que se trataba pero igual pelaba los ojos y hacía pucheros mientras las señoras lamentaban que hubiese sujetos como el que miraban con desprecio, de hecho con asco.
El billetero en sordina y casi en mi oreja, me aconsejaba: rómpele el hocico, que no te grite y que se largue a poner los frijoles en la lumbre.
Tras quince minutos de escándanlo y cuando ya se juntaba mas gente a favor y en contra, dimos las gracias por participar y pedimos al camarógrafo que saliera de entre los helechos del Café de las Américas.
El material se mostraba en el programa donde invitaban sociólogos, psicólogos y otras disciplinas que desmenuzaban el comportamiento de los inesperados actores.
Era un gran programa, formativo, con datos para normar el criterio de los espectadores y con la sorpresa de cuál sería la escenificación.
Imaginen un Vocho al que luego de cien litros no se llenaba el tanque. La angustia del despachador que buscaba un derrame, el tono amenazador del encargado que quiere retener el auto y la displicencia del manejador que sólo quiere pagar los 40 litros de rigor.
La llegada de los agentes del orden, uno intentando arreglarse con el automovilista y otro buscando el arreglo con el gerente del expendio; al auto se habían instalado tanques al nivel del piso y en el asiento trasero.
Susto mortal para los policías, lágrimas de consuelo del gasolinero y furia homicida del encargado de la gasolinería. Dio para mucho este análisis.
Teníamos un gran ilustrador. Un día lo sometieron a una operación que nunca entendí por qué era vergonzosa.
Diariamente comíamos en la cafetería de Televicentro donde nos gustaba mucho un platillo: arroz a la mexicana con un huevo estrellado.
Bautizamos el antojo y con ese nombre se hizo tan popular que los clientes comenzaron a pedirlo así y las meseras a ofrecerlo igual. Pero regresó nuestro amigo…
La mesera, una señora casi madura, bonita y muy gentil se acercó con su block y mencionó los platos principales. Luego intentó saber si queríamos el acostumbrado… armamos la gritería y le ratificamos, sí con un huevo.
Nuestro cuate casi nos ahorca aunque, hombre inteligente terminó carcajeando y reclamando su arroz a la G….
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.