La ley de probabilidades, esa falible mano del destino, daba por hecho que Manuel Blanco y yo tendríamos que habernos conocido en una cantina. No fue así, pero estuvimos cerca: a cuatro pisos y unos cincuenta metros bien andados.
Esto es, cruzamos un primer saludo en la oficinita de la «Revista Mexicana de Cultura» que generosamente guiaba Juan Rejano en el periódico El Nacional.
De allí,
descendiendo cuatro pisos y caminando unos pasos a la izquierda sobre la calle
Ignacio Mariscal se llegaba a la cantina Salón Palacio. Este primer encuentro
ocurrió la tarde de un sábado del año 1969.
Los sábados, a partir del mediodía, nos congregábamos los colaboradores recién llegados en torno al pequeño escritorio de Rejano y aprovechábamos cualquier oportunidad para ofrecer nuestros artículos y textos de creación.
Juan se
quedaba con todas aquellas cuartillas y las iba publicando sin prisa y sin
discriminación, al margen de la impaciencia de los desconocidos autores.
Cada sábado, al llegar, tomábamos un ejemplar de la «Revista», fresca
la tinta, de la pila que se hallaba sobre el escritorio. Si el texto de alguno
aparecía, corría el afortunado a la caja a cobrar, con recibo timbrado y
siempre dispuesto, aquellos primeros y modestos honorarios periodísticos.
Ese primer
sábado en que coincidimos Manuel y yo, allí estábamos todos, hoscos y
silenciosos, con aire de poetas malditos, de narradores incomprendidos, de
periodistas maravillosos que sólo requerían una oportunidad.
La
posterior amistad entre Manuel y yo estuvo a punto de fracasar durante aquel
primer encuentro en la oficinita del director. Juan Rejano le había preguntado
a Manuel: “¿Usted qué escribe?” Y Blanco respondió que reseñas de libros,
crónicas, entrevistas, cuentos, lo que fuera. Yo, que me hallaba a unos pasos
con un permanente aire desparpajado y desmadroso, comenté: “Lo que tiene que
hacer uno para ganarse la vida”.
A Manuel Blanco se le agrió el gesto. No me dijo nada, permaneció en su sitio
lanzándome miradas venenosas. Tendría Manuel por entonces veintisiete años, era
bajito, robusto, de maneras toscas, usaba un bigote de revolucionario mexicano.
Al final
Rejano dijo vámonos y salimos de la oficina y nos apretujamos en el ascensor y
pronto salimos a la calle. Alguien propuso entonces beber un trago, dos, y
fuimos al Salón Palacio, esquina de Ignacio Mariscal y Rosales.
Bebimos dos o tres, intercambiamos señas e inquietudes y, sin darnos cuenta,
fuimos poniendo los cimientos de inquebrantables y duraderas amistades.
Quiso la
suerte que al calor de los rones se minimizara el incidente. En una de tantas
rondas que para entonces compartíamos alegremente, Manuel reveló que mi
comentario le había sonado a sarcasmo, a insulto, y yo, apacible a fuerza de
ron y tabaco, dije que no me había movido tal intención sino el afán único de
señalar la gana brava que teníamos todos de abrirnos paso sometiéndonos a
cualquier clase de prueba. Selladas las paces, exigimos el siguiente trago y
aquella amistad se mantuvo saludable a lo largo de casi treinta años. Con uno que
otro episodio disparatado. Recuerdo uno en particular.
Tenía
Manuel Blanco en su casa de la colonia Jardín Balbuena, sobre su mesa de
trabajo, una pequeña bandera (quince centímetros por veinte) del Frente de
Liberación de Vietnam (el Vietcong, pues) que Manuel reverenciaba; la mitad
superior de la enseña era de color rojo, la inferior azul cielo y en el centro
del rectángulo destacaba una estrella amarilla de cinco puntas.
Una de
tantas noches de tragos en esa casa, poseído por no sé qué demonios me apoderé
de la banderita, la hice una bola, la arrojé al piso y comencé a pisotearla
mientras entonaba un discurso contra el fetichismo político y revolucionario.
Manuel se convirtió en un energúmeno (del latín energumĕnos, procedente de una
palabra griega que significa algo así como cargado de energía, lleno de furia)
y, como no deseaba pelear con él, eché a correr. Manuel ni siquiera se
entretuvo para levantar la bandera. Me alcanzó al lado de la puerta del jardín
que daba a la calle, cerrada con llave. Era una puerta de herrería de más o
menos un metro de ancho, con barrotes de hierro cubiertos de lámina negra por
el lado que daba a la casa. Me lanzó Manuel un golpe a la cabeza con toda su
alma, me incliné y le dio a la puerta. Ah, qué aullido soltó. Y cuantos saltos
dio por el jardín mentando madres y sobándose la mano. Luego entró a la cocina
y durante media hora mantuvo la mano en agua muy caliente. El día siguiente
supimos que por suerte no sufrió fractura.
El
incidente de la banderita no interrumpió la amistad. La culpa la tenían los
tragos, determinamos. Y la vida siguió su curso.
Se hizo costumbre acudir los sábados al Salón Palacio, donde un mesero de
blanca filipina y corbata de moño, Juanito de nombre, reservaba una mesa
rodeada por una acolchada banca en forma de herradura para los jóvenes —y a
veces no tan jóvenes— aprendices de escritores y periodistas. Venían los caldos
de camarón y las raciones de tacos, los cacahuates tostados y las delgadas
rodajas de papas fritas. Y muchos, muchos tragos que no desperdiciaban Manuel
Blanco, Humberto Musacchio, el Booker Jesús Luis Benítez, Alejandro Ariceaga,
Gonzalo Martré, Xorge del Campo, Jorge Meléndez y otra gente de agallas y entre
todos ellos, yo.
Una tarde, o quizás una noche, porque las sesiones se prolongaban hasta que
alguien apagaba las luces de la cantina para echarnos, Manuel Blanco me propuso
una entrevista.
—Venga,
Manuel.
Echó Blanco mano a su imprescindible cuaderno y al bolígrafo y me preguntó no
sé qué tantas cosas sobre mi primera novela, publicada en octubre de 1970.
Conversamos —intentando desentendernos del alboroto de los bebedores
compañeros— cosa de una hora y Manuel no cesaba de tomar notas. Al fin dijo no
más y se echó a la bolsa, doblado, el cuaderno de tapas blandas. Y, desde luego,
siguieron los tragos.
El sábado
siguiente comparecimos los de siempre ante Juan Rejano y en un aparte Manuel me
dijo que le faltaban datos para completar la entrevista y ojalá pudiéramos
vernos más tarde en el Salón Palacio. Aquí, con un nuevo cuaderno, otro
bolígrafo y renovados tragos, procedió Manuel al interrogatorio. Las preguntas
eran semejantes a las de la semana anterior, pero después de algunos rones eso
no tenía importancia. Y al final otra vez dobló el cuaderno, se lo echó a la
bolsa y continuamos bebiendo.
Un sábado después —mediaba el otoño— retornamos a la cantina y en el curso de
la conversación Manuel confesó que había perdido las primeras notas de la
entrevista. Una hora más tarde —¿o dos rones más tarde?— confesó que también
había extraviado las que tomara en la segunda sesión. ¿Qué más daba? Así que
recomenzamos la entrevista.
Esta vez Blanco no usó un cuaderno, sino hojas sueltas que iba depositando, una
a una, en la bolsa de la camisa, junto al dinero que acababa de cobrar en el
periódico.
—Así no
puedo perderlas —explicó.
Pero
igualmente las perdió, porque esa noche fue asaltado y, junto con ese dinero
que no lo iba a sacar de pobre, le arrebataron las humildes hojas. Así llegó el
cuarto sábado de esa serie y, con pesadumbre, Manuel refirió la pérdida.
—¿Qué
hacemos? —preguntó.
—Nos
instalamos en la cantina y me preguntas otra vez —propuse sin dolor de
corazón—. Aunque, la verdad, ya me sé tus preguntas de memoria y tú deberías
saberte las respuestas.
Caía la tarde y habíamos bebido dos o tres tragos cuando Manuel tomó una
decisión sabia y definitiva.
—Mejor
vámonos a un café y allí hacemos la entrevista.
Nos refugiamos en un café barato que no ofrecía siquiera la tentación de la
cerveza y allí, bajo el profesional influjo de la cafeína, Manuel planteó las
preguntas y yo repetí las para entonces abominables respuestas. Unas dos horas
después abandonamos el café y afuera, alta en el firmamento la luna de
noviembre, nos dirigimos a los túneles del metro.
La entrevista fue publicada en la «Revista Mexicana de Cultura» a
fines de 1970, y comienza así:
MB: Y
bien, ¿qué hay de «Ensayo general», cómo se hizo, qué te parece?
GT: Mira, cuando leí «Las horas violentas», de Luis Spota, se me
ocurrió la brillante idea de escribir un cuento que tratara el tema sindical y
de paso tuviera un contenido y una forma coherentes. Sin embargo, me salió
detestable…
Manuel Blanco, nieto del general revolucionario Lucio Blanco, se convirtió
con los años en un destacado periodista, sobre todo en el ámbito cultural. Practicó la crítica literaria y de la danza, la entrevista, la crónica y el reportaje. Fundó en El Nacional una de las primeras secciones culturales —si no es que la primera— que aparecieron en los diarios nacionales y se dio tiempo para escribir una novela y varios volúmenes de cuentos de buena factura. Agredido por la diabetes, sufrió la pérdida de una pierna y, poco después, de la vista. Murió a los 55 años y hasta el último de sus días, impedido ya de sentarse frente a la computadora, siguió dictando sus artículos.
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