Mauricio Carrera ganó el Premio Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” 2020.
“¿Tú vas al súper o a la Comer, coges o haces el amor, lees a Paulo Coelho o a Fernando Pessoa?”, es Jacinta Falcao. Una de sus súbitas apariciones en mi celular.
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Le hago preguntas:
-¿Y el pendejo de suéter rosa?
-Es un pendejo de suéter rosa.
-Tu divisa.
-“No perdono a la vida desatenta”.
Jacinta Falcao está desnuda, bocabajo. Paso una mano por su espalda con tierna melancolía. Es una espalda magnífica, una ruta que anuncia el beso que sucede. Es como andar en el cielo, se me ocurre, o en una gloriosa tarde de juventud.
-¿La tuya?
-“La vida, sin los golpes de la imaginación, es puro hastío”.
-¿Tu línea de película favorita?
Lo medita. Ronronea. Sin ropa, los cuerpos de las mujeres bellas son retadores y descarados. Adivino una sonrisa sabia, juguetona, mientras dice:
-“Pa qué me dejan sola si ya me conocen”. La Tucita. Los tres huastecos.
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A Adamari le gustaba dejar tarjetas con frases por toda la casa.
Las horas furtivas (Lectorum, 2020). ¡Haz click en la imagen para comprar el libro en Gandhi!
“El canguro desea el salto de la rana”.
“No crezcas. Es una trampa”.
“Sufro de Delibrum Tremens”.
La cocina era uno de sus lugares favoritos, asidero de femineidades impuestas por guisos y cacerolas. No era buena cocinera, pero se procuraba de los mejores utensilios, la cafetera de moda, los sartenes de última tecnología, el más vistoso de los juegos de cuchillos. Los presumía con amigas, como raros incunables o restos óseos de mártires. Con ellas intercambiaba recetas que casi nunca hacía, a no ser esa cursilería, la variante rosa y maricona del bizcocho: el cupcake.
-El cupcake es como un pastelito con cintura -argumentaba ella.
Nunca entenderé a las mujeres. Lo prueba su devoción a perder el tiempo en naderías.
-El cupcake es el más simpático de los bizcochos, y el más femenino.
Le gustaba hornearlos. El tiempo se detenía entonces, la tarde le resultaba bella y de provecho. Los hacía de colores, particularmente de rojo corazones, amarillo huevo y rosa niña consentida. Los espolvoreaba con virutas de chocolate o infantiles grageas. Por supuesto, estaban hechos con sustituto de azúcar.
-Cero calorías –presumía, como si de parir una obra de arte se tratara.
Los dejaba enfriar junto a una tarjeta que decía: “Somos fragmentos del asombro” (Pablo Neruda).
Godo, que era una igualada, apenas probaba uno de esos inventos femeninos producto de la progesterona y el hastío, se alzaba de hombros, y tras reírse con su risa de mujer sencilla y arraigada, no dudaba ni tantito en decirle:
-Ay, señora, mejor me quedo con una concha con nata o con frijoles. Saben más ricas…
Godo, oaxaqueña, tenía sus modos de decir las cosas. Nos tuteaba. Heredera de un linaje antiguo que conservaba la dignidad en medio de tanto desastre, podía pasar por grosera y no lo era: su lenguaje transparente fluía directo sin distingos de clase o manuales de costumbre. Prefería el silencio, por lo demás. “Las guayabas no hablan pero nos dicen algo”, le escuché decir. Decía tuvistes o fuistes, pero no importaba. Prieta como un campo calcinado y regordeta como la alegría cuando se da sin motivo aparente. Su rostro no conocía de misterios y sí de memorias donde todo se explicaba. Ella era la verdadera reina de la cocina. La experta en pizcas de sal, hierbas de olor, caldillos aromáticos, los mejores aguacates, los platillos más deliciosos. Godo, le decíamos, su verdadero nombre, Godofreda.
-¿Ya vistes tu baño? –me advirtió un día, socarrona su sonrisa.
Ahí empezó todo, su prurito de tarjetas, recordatorio de tareas por hacer, depósito de sueños por cumplir, asidero de la fuerza de voluntad, muestrario de sus inquietudes y frustraciones.
“Nuestros miedos no detienen a la muerte sino a la vida” (Elizabeth Kübler Ross).
“Todos somos aficionados. La vida es tan corta que no da para más” (Charles Chaplin).
“La luz es demasiado dolorosa para quienes viven en la oscuridad” (Ekhart Tolle).
“Si la oportunidad no toca, construye una puerta” (Milton Berle).
“Se puede vivir de muchos modos, pero hay modos que no dejan vivir” (Fernando Savater).
Tarjetas por doquier, frases de ánimo, de reflexión, de superación, recargadas sobre el librero o las lámparas, o pegadas con cinta adhesiva a las paredes, fruto del ingenio de otros o de su propio ingenio. “No te rindas. Todo es absurdo pero no te rindas” o “Sólo poseemos aquello que no perdemos en un desastre”. Estaban escritas con su linda letra, invariablemente en un sobrio color azul, con la intención de ser vistas, leídas, aprendidas. Ni mis hijos protestaron. Yo menos, ante esa invasión de territorios comunes, con algo de egoísmo y algo de locura.
En la pared frente al escusado tenía a Ralph Waldo Emerson, quien me recordaba: “Insiste en ser tu mismo, nunca imites a nadie”. Pegado en el espejo de nuestra recámara, Sófocles me decía: “El cielo nunca ayuda a nadie que no se ayuda a sí mismo”. En la sala, Rabindranath Tagore era claro al señalar: “No se puede atravesar el mar simplemente mirando el agua”.
Xavier López, gordo y edulcorado como una bola de helado, de maneras mariconas como un pavorreal viejo, un día que llegó a casa para tratar de convencerme de colaborar en su revista, sonrió –burloncito, académico- al toparse con las tarjetas. Leyó en voz alta una de Virgilio: “Cree a quien lo ha intentado”, y no pudo evitar agregar:
-Dime, por favor, que también tienes frases de Arjona, el Buki y de Paulo Coelho…
Cabrón.
Esa noche hablé con Adamari. No fueron palabras bruscas pero sí precisas:
-La casa está convertida en un libro de autoayuda.
No recuerdo la fecha. De recordarla, estaría marcada como otra pista más. Otra pista para las ruinas y el verdadero desastre.
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El autor.
Lacan: “Amar es dar lo que no se tiene a quien no es”.
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¿De qué se enamora uno cuando se enamora?
Yo lo hice de su alma en palabras, de su cuerpo en palabras, de su vida en palabras. Adamari eran palabras. Me escribía:
“Nunca me des permiso. Ni como ensayo de tu afán de igualdad ni como práctica para escudriñar los mecanismos del género. Quiero escribir francamente abandonada a mí, como mujer antes y después del feminismo. No dejes que repita lo de la Castellanos, la Steinem, la Walker, la Poniatowska o la Beauvoir. Júrame que nunca me dejarás cantar como la Lupita D’ Alessio, pero si lo hago, me seguirás queriendo, porque hoy voy a cambiar y dejaré de ser niña para ser mujer. Júramelo. No quiero andar entre varones domados ni decir mi cuerpo es un instrumento, no un adorno. No se me ocurre siquiera bailar contigo el chachachá y después darte un beso con frenesí, como en las películas cursis que tanto te gustan, hacedoras de tu sentimentalismo pobre y cómico, pero tampoco escribir, por ejemplo, ‘tomo tan serio vivir a tu lado que plantaría altos cipreses para escoltar nuestro camino de años”. Quiero ser como tú, andar como tú, besar como tú. Ser yo y no como los hombres quieren que sea, no como las mujeres quieren que sea, y decirte aquí están mis tacones altos y mis escapularios, mis pecados y mis rezos, mi idea de la vida y de la sepultura. Yo también he dicho: ‘Buenos días, tristeza’, pero hay una alegría inmensa al verte compartir un helado conmigo. Y mis angustias. Histerias, podrías llamarlas, pero cuando quieres no eres ruin y te lo callas. Amoroso espectro que me transforma, me revelas una verdad oculta e incontenible, persiana cerrada a fuerza de amenazas de la abuela, de años apagados a las nueve de la noche, de taco placero y animal rastrero, de lecciones especiales para mujercitas. Eres un milagro cuando me tocas, una sorpresa en mi ánimo cuando pronuncias mi nombre, un tapón en mis oídos para no escuchar más que tus murmullos, una vida buena cuando te leo y descubro tu luz y tu fuego, también tu oscuridad y desasosiego. Te prometo mi piel y lo que soy convertida en palabra. Prométeme que me ahogarás si soy sumisa o abnegada, si me convierto en anhelo de día de las madres antes de tiempo, si la palabra estiércol domina mi vocabulario, o catecismo o frigidez, ¡promételo!, y tendrás en mí la posibilidad de quererte para rabiar la vida”.
Mamadas.
Mamadas que uno se inventa para soportar la existencia.
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He aquí una tarjeta que yo pondría:
“He nacido para disfrutar la vida, pero Dios se olvidó del dinero” (Hemingway).
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“¿Para qué vivir si hay que trabajar?”, se preguntaba André Breton.
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Tuit:
“Y reconozco que me importa/ ser pobre, y que me humilla,/ y que lo disimulo por orgullo” (Rubén Bonifaz Nuño).
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La vida es para leerla.
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Mi condición elemental de alfabetizado: leer y escribir, rumiar el sinsentido de la vida a través de las inútiles palabras.
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Emilio Miguel y su angustia.
Para él es necesario el silencio. La lectura. La reflexión.
Pasa demasiado tiempo con la mirada perdida en la mecánica celeste, en las incansables hormigas, en la contemplación del polvo que flota, en lo que provoca preguntas, en lo que detona el misterio.
Se fija como yo en los pies de las mujeres.
Abre un Atlas, ese mundo en un libro, y como niño de antaño imagina viajes, lugares donde aventurar la vida.
Tiene la marca del que busca auroras boreales.
Del que no entiende nada pero lo intuye.
Empieza a reconocer el absurdo, el sinsentido. Se tirará al alcohol o a la escritura, a las mujeres o a los viajes, a la filosofía o al desgano, esas artes de vivir cuando no se sabe para qué.
-¿Qué es la vida? –me pregunta.
-Es lo que hay –le respondo.
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A Jorge Luis le aterran los zombis. A Emilio Miguel los ataúdes blancos de niño.
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“La vida es una porquería, pero tenemos el sentido del misterio para poder vestirla y hacerla soportable” (Ricardo Garibay).
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Sueño:
Bebé en su cuna. Soy yo. Algo de invulnerable inocencia, algo de frágil divinidad. Es la vida imperturbable. Soy yo y todos los hombres. La fuerza del ser, microcosmos de un universo que vive y se expande de manera inútil. Manoteo, como si disipara humos o buitres. Mi madre dice: “Se aclara el futuro”. Mi padre dice: “Se percata que sólo hay vacío. La percepción de la Nada lo perseguirá siempre”.
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Fragmentos de la nada:
“Andamos, vivimos, somos mexicanos”, decía Fernando Benítez, “porque comemos tamales, tacos y tortas”. Somos mexicanos porque bebemos atole. Porque cantamos “El rey”. Porque conjugamos bien el verbo chingar. Porque nos vale madre. Porque festejamos el Guadalupe-Reyes. Porque Chespirito es ídolo y la telenovela está re buena. Porque los políticos nos saquean y no hacemos nada. Porque los políticos son ineptos y no los despedimos. Porque somos un pueblo agachón. Porque tenemos gobiernos de mierda. Por eso somos mexicanos: porque nos lleva la chingada y comemos tamales, tacos, tortas.
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“La satisfacción de la carne supone con frecuencia una infidelidad y la obligación de mantenerla oculta para que nuestro honor y el ajeno permanezcan intocados…” (Fernando Benítez).
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Somos historias de cama, mujeres donde uno se ha ido quedando.
Armanda. Ella ansiaba casa, hijos, una vida de aburrimiento. Yo, la alegría de los abrazos y de la cama compartida sin compromisos.
-Tú sabes lo que queremos los hombres –le dije.
-Tú sabes lo que queremos las mujeres -respondió.
Y nunca más volvimos a vernos.
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Subrayo libros como quien devora codornices.
Uno es lo que subraya, la frase luminosa, esclarecedora, lo que uno pudo haber dicho y le ganaron, lo que alguien escribió mejor.
Uno está hecho de frases. No hay más. Lo otro es un amasijo de huesos, una afrenta de la cotidianidad, un deber ser sin más mérito que respirar sin detenerse hasta el fin de los tiempos.
“Las palabras, como es bien sabido, son el gran adversario de la realidad” (Joseph Conrad).
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Cuestionario:
“¿Su mayor deseo?”
-¿Aparte de paz a los hombres de buena voluntad? ¿Aparte de un mundo digno para todas sus creaturas errantes? ¿Aparte de no dejar nunca de hacer el amor? No morir nunca. La eternidad me seduce. Hasta ahora no he fallado.
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Un día, muy al principio, le escribí:
“Hermoso, escribes hermoso.
“Ausente de las olas de los lugares comunes impropios, bailaora de chachachás que terminan con la aurora, benevolente en tu belleza, con la generosidad de la noche que te da alas y susurros en la alcoba, con un lujo de chalinas en el reposo de tu cuello, con la gravedad de un pájaro enjaulado en tu memoria, con la justeza de las palabras que afirman:
“Hermosa, escribes hermoso, hermosa.
“En la hora de mi vida que me corresponde, cercano yo de la mujer que eres en mis sueños y en mis subterráneos, sabedor de historias buenas y malas, un simple practicante de la existencia efímera, junto a la noción de tus aromas, al pie del cañón de las promesas verdaderas… te lo juro, no te dejaré andar en olas de sumisión o abnegaciones, ni decir mi cuerpo es un instrumento, porque mujeres como tú nacen, no se hacen.
“Prometido”.
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La vida es para gozarse.
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Tuit:
Hago avioncitos y escribo: dos formas de volar.
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Me preguntan sobre Rulfo.
-Taciturno y callado en público: “se murió mi tío Celerino, que era quien me contaba historias, por eso no escribo”, pretextaba; curiosamente, también era locuaz, necesitado de hablar, un verdadero e inagotable parlanchín, en privado. Me contó de alguien que le pidió leer su novela. ¿Qué opina?, le preguntaron. “Es demasiado oscura”. ¿Y qué consejo me da? “Échele un cerillo, a ver si así se ilumina”. Rulfo se reía como colegial que acabara de hacer una broma pesada.
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“Los muertos pesan más que los vivos” (Rulfo).
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Godo lava los trastes. Lo hace como yo escribo. Es un estar en la vida, un mientras tanto.
Garabateo algo que se me ocurre:
“El sonido del agua al lavar trastes es el deseo secreto del paraguas en el rincón“.
Se lo leo a Godo.
-Ay, tú siempre sin entenderte nada.
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Es Adamari quien lo escribe:
“¿Tendrás hambre a medianoche? ¿Te gustaría un poco de mar, un barco? ¿Quieres un libro, un torrente de palabras que te conduzca a la aventura, un fárrago de pedantería intelectual que te murmure una teoría? ¿Un tamal, una torta pleonásmica de tamal, verde, de mole, de dulce, de manteca? ¿Una torta de cantina aderezada de rajas, cubas y dominó? ¿O tal vez una lluvia que sólo te moje los malos pensamientos? ¿O un ángel de la guarda que hable en aforismos? ¿Uno de tus avioncitos, uno que te sirva para volar hasta mis soledades de mujer enamorada? ¿El calcetín que te falta para formar el par? ¿Una piel de lobo para aullarle a la luna? ¿Una locura, una manía, un fetiche? ¿Mi cuello, para que reposes ahí tus batallas de guerrero? ¿Un bubulubu o un tin larín, rico de principio a fin? ¿Una cama donde yo estoy desnuda y leo poesía? Dime, qué antojo, qué deseo, qué capricho se te ocurre. Soy mujer, hada buena de lo imposible. Lo que quieras, te lo cumplo. Descreo de los semáforos rojos y de los colibrís enjaulados en el no se puede. Dime qué quieres. Traigo muchos besos desobedientes y unas ganas de ti que no sacian la tele ni las cocacolas. Te llevo mi amor a domicilio. Tengo calientita la madrugada en el cabello. Mis piernas se empeñan en la dicha de abrazarte”.
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Cuestionario:
“¿Cuál es tu mayor temor?”
-Perder a mis hijos –responde Adamari.
-Dejar de hacer el amor –Jacinta Falcao.
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El escritor Mauricio Carrera.
La vida es el día a día hasta que la noche nos llegue.
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“Lunes. Fue un lunes. Lunes de luna, lunes de luz, lunes de lucidez agotada. Te ofrecí: ¿te gustaría el mar, un delfín que te moviera la cola, que se sentara a una orden tuya y te trajera los libros o el lugar común de las pantuflas? ¿La noche, un monstruo que hiciera trabajar más a tus fatigados negros literarios? ¿Un baobab para encaramarte y huir de los cobradores? ¿Una hojarasca seca para pisarla regocijado? ¿Mi alma, para conmoverte con los pesares que abruman mis horas de soberana tierna de la nada? Te mostré un sismo para cimbrar multitudes con tus ideas, un carámbano para hacerte saber que el frío entume y no es lo mío, un reloj por si se te dieran ganas de pasear eternidades conmigo, una nube en forma de ave porque detestas las jaulas, incluso las de aire, una de mis uñas y uno de mis cabellos, por si quisieras hacerme el embrujo de quererme siempre. Te di la brisa, por si deseabas despeinarme, y mi risa, por si se te antojaba compartir mis circos de tres pistas, mi teatro guiñol, mi cine mudo, mi algodón de azúcar de nostálgica feria. Mudé de ropas y te sugerí el verano. Me quité el corazón y lo puse en un frasco sobre tu escritorio. Te volví a ofrecer: ¿el vacío, para que intuyas mi ausencia? ¿Mis crayolas, para que también idolatres a la niña que persiste y no huye? ¿Las estrellas, tan distantes, tan ajenas a los deseos, tan inútiles? ¿Uno de mis poemas, para que me ayudes a descolgarlo, demolerlo, masticarlo, plancharlo, escribirlo, crearlo, tirarlo a la basura, darle alas para que te alcance? ¿La belleza, para que la sientes en tus rodillas o en tus enojos y le digas sus verdades?
“Ingrato. Eres un ingrato. Llevabas puesta tu sonrisa y tus intenciones propias, tus historias de putas y vagabundos, tu disfraz de intelectual feliz. Del universo que te ofrecía no quisiste nada. Eres excesivo en tu crueldad de hombre y en tus argucias de romántico dieciochesco. Me robaste un beso, el primero, hambriento de mí, sediento de mí, pudoroso y atrevido, íntimo de pecados y certezas no dichas, un beso príncipe, un beso de atisbos de amor eterno, de galante serenata de labios, y morí dos veces en un suspiro y dos más en una efímera gloria. Fue un lunes. Algo en mí se desgobernó”.
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“Poeta extraordinaria”, le escribí un día, puestas de lado las formas del recelo, abierto el corazón: “No te quiero de hacedora de versitos, no del puto montón”.
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En México hay una guerra. Yo tengo una terraza donde leo, me echo mis rones, donde nada pasa sino una tranquila dicha, una forma amena de la eternidad.
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“Traigo un caos que sólo tú sosiegas”, le dije a Adamari.
Ella estaba descalza, el cabello suelto como una sombra descuidada.
Yo, pendiente de mi voz, que no se notara tembleque. Los hombres nos equivocamos a menudo pero ese momento era de aparentes verdades, no cabían los titubeos, no me alcanzaba la vista para ver los giros y los recovecos, los hastíos de la vida.
Un oleaje interior me conducía a sus brazos. La literatura estará ahí siempre pero esta mujer no, hay que cercarla, hay que atraparla.
Adamari dijo:
-Quiéreme y verás.
Nos casamos al poco rato. Fue un día tacaño de sol. Un instante de eternidad, ceremonial y goloso. Caras de contento en las fotos. La única desconsolada era su madre.
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Es el constante sueño de las parejas infelices: el adiós. El abur, a la chingada, el ojalá tuviera los huevos suficientes de mandarlo todo a volar. Nos haríamos felices, si así fuera. Lo dice Rubén Bonifaz Nuño: “Y tú me verás y harás tu fiesta,/ porque me voy, y has de mirarme/ sin reconocerme aunque me mires”. Pero nos empeñamos en la farsa de la costumbre, ponemos curitas a las heridas graves, al alma que se agría, al corazón que ya no se empalaga y se desangra.
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