POR: Carlos Alberto Duayhe
Hace dos décadas que no regresaba a Tijuana, desde que seguí mis
estudios profesionales en la lejana y brumosa Londres, gracias a
una razonable beca que me permitió sobrevivir allá y ahora
retornar a continuar mi trabajo académico aquí en la frontera.
Muy reconfortante reencontrarme con mis padres y mí hermano
menor, quien tuvo a bien ponerme al tanto de los cambios de esta
enorme ciudad fronteriza de mis amores.
Una tarde, en el restaurante del hotel Lucerna, al que concurríamos
desde la primera juventud, me contó entre varios temas de mis
grandes amigas de las que desde mi partida supe ya muy poco y
como suele ser la vida, se aparta uno tanto salvo los recuerdos que
siempre acompañan en las horas que se está con uno mismo.
Mi hermano me recordó aquellas tres mujeres inseparables
conmigo de las que supe muy poco desde que egresamos de las
aulas universitarias y cada quien inició sus caminos, aunque he de
admitir que de la memoria jamás han de perderse nunca, al menos
de mi parte siempre las veía desbordadas de ensueño y risas en
todo momento de vez en vez.
Talento, belleza, sensibilidad, siempre les sobraron al menos en
aquellos tiempos inagotables y una en especial, a estas alturas, que
incluso viudo soy, aún me llena el pecho y sonrío.
Allá aparece en la vecindad de los asientos universitarios; en el
patio o en la cafetería de memorables sándwiches y refrescos;
desprendían, deseos y ensoñaciones desde los acantilados de la
realidad, porque de todos escapaban.
Alguna ocasión corrió el rumor que una de ellas pretendía algo más
conmigo, la verdad no me di por aludido en esos instantes valiosos
y cuando atiné que sí, fue demasiado tarde, acaso el mero día de su
casorio, una mirada fugaz inolvidable de la que nunca me he
desprendido.
Así suele ocurrir en nuestras vidas, la segunda fue luminosa hasta
cierta etapa, suele ocurrir, o nos acercamos o nos alejamos y casi
siempre, hasta nunca; extravió la amistad por otras callejuelas al
concluir carrera y supe que emigró hacia una especialidad a San
Francisco; hasta la fecha no se sabe más nada, me reiteró mi
hermano.
En cuanto a la tercera, Carmina, me quedé estupefacto en la
conversación cuando fui informado de su fallecimiento de quien
hizo de su sensibilidad, humor y atracción a los demás la constante
de su vida: una cascada cuya fuerza nos arrastraba sin remedio.
Una noche que caía el viento helado en la mesa de Otay, sentados
los cuatro inseparables en el bar El Barullo al que solíamos acudir,
vuelan sus palabras en dos momentos:
- Me encanta junio. No sé por qué…inician las tormentas.
¡Uy!me encantan las tormentas pero como las de antes, con
rayos, truenos y hasta granizo, de esas que salías a la calle a
bailar bajo la lluvia, ah… ya no llueve así, o ya no tengo esa
edad.
- Me acuerdo que tenía unos zapatos horriiiiibles, espantosos,
yo quería unos rojos pero me compraron unos negros de
Frankenstein espantosos, y empezó a llover a cántaros, y
saqué mi zapato horrible y dejé que se lo llevara la corriente,
jajajajaja parecía un buque petrolero, es que estaba bien feo,
yo quería unos zapatos rojos, y esos eran negros y chatos y
horribles, tenía como seis años, pues era yo bien burra, bien
tranquila, pero calladita calladita, le robaba el cambio a mi
mamá, tiraba la ropa que no me gustaba, perdía zapatos, le
robaba los colores a mis amiguitos ¿tú crees?
Y le sigo creyendo, aunque sé que nunca más las volveré a ver.
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