Esta evocación se remonta a los años del taller literario —hoy con visos de leyenda— que el narrador
impartió en la UNAM, hace ya medio siglo, con un puñado de escritores que pudieron
consolidar entonces su vocación. Menciona también la vertiente de Tito como traductor
y editor, en especial de Alfonso Reyes. No olvida las corbatas y lecturas
compartidas, los textos dedicados a su obra, ni mucho menos “el sentido del humor y la alegría de vivir”.
Por: ADOLFO CASTAÑÓN
– 17/12/2021 20:00
1.POCO ANTES de morir Tito tuve la intuición de que debía llamarlo. Lo hice una tarde desde las oficinas del Fondo de Cultura. Conversamos largamente. Sobre Michel de Montaigne y Alfonso Reyes. Augusto Monterroso me había contado que la única obra con la que había salido de Guatemala era los Ensayos de Montaigne, en la traducción de Constantino Román y Salamero (Garnier). Como referencia va esta cita que publiqué hace años: “Augusto Monterroso salió de su Guatemala muy joven, perseguido, con un único libro entre las manos como una brújula: los Ensayos de Montaigne” (en Adolfo Castañón, Por el país de Montaigne, Paidós, México, 2000, p. 43; FCE, México, 2015, p. 49). Montaigne era uno de nuestros lugares de encuentro; otro era Alfonso Reyes, algunas de cuyas obras él había cuidado con Ernesto Mejía Sánchez. Tenía yo con Tito una curiosa “tradición”: le prestaba libros que se tardaba años en devolverme. Dos ejemplos: Histoires brisées, de Paul Valéry, y el Orlando Furioso, de Ariosto, en la traducción del conde de Cheste. El promedio de la tardanza en la devolución era de diez años. Siempre me devolvió los libros.
2. PARTICIPÉ EN EL TALLER que impartía Monterroso, en el piso 10 de la Torre de la Rectoría, en los años de 1971, 1972 y parte de 1973. También asistían Bárba-ra Jacobs, Elena Urrutia, Luz Fernández de Alba, Martín Casillas, Paulino Sabugal, Francisco Valdés, Bernardo Ruiz, Juan Villoro, Carlos Chimal, entre otros. Las lecturas que dio Monterroso fueron en torno al cuento Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, y Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, ambos en traducción de Jorge Luis Borges. Los leímos muchas veces, en español y en inglés, comparando otras traducciones. Monterroso también nos pedía que le lleváramos “moscas”, es decir, citas literarias donde hubiese moscas. Yo recuerdo haberle dado algunas, por ejemplo, de Marcel Schwob y, para escándalo de todos, escribí un cuento titulado “Las moscas”, que era un homenaje torpe al novelista francés del nouveau roman, Alain Robbe-Grillet. Al salir del taller, a veces íbamos a casa de alguien a seguir conversando o ver películas. Recuerdo haber visto Jules et Jim, de Francois Truffaut, en casa de Paulino Sabugal. Me regresaba a mi casa caminando desde Insurgentes y José María Rico hasta el metro Taxqueña.
Tenía yo con Tito una curiosa tradición : le prestaba libros que se tardaba años en devolverme. El promedio de la tardanza en la devolución era de diez años
3. POCO SE SABE de Monterroso como traductor y editor. Por ejemplo, en 1976 firma con Edmundo Flores la traducción del libro de Ved Mehta, La mosca y el frasco. Encuentros con intelectuales británicos: Russell, Murdoch, Carr, Toynbee, Trevor-Roper, Ayer…, que publica el Fondo de Cultura Económica (Colección Popular, número 156). La obra se edita en Madrid y deja constancia de que es una “edición preparada por el Departamento Editorial del FCE” de México. La traducción de Monterroso es impecable y en algún momento dado traviesa: a uno de los historia-dores que aparece en el libro de Mehta con corbata roja le pone corbata azul.PUBLICIDAD
La asociación de Augusto Monterroso y de Edmundo Flores recuerda la colaboración del escritor con la revista del Consejo Nacional de Ciencia y Teconología, y la amistad con su editor Martín Casillas. Véase el libro de éste, Fe de erratas en la vida de un editor (Bonilla Artigas, 2017), donde hay varias menciones a Monterroso. Tampoco se recuerda mucho su trabajo como editor, pero colaboró en la edición de los tomos 13 al 21 de la obra completa de Alfonso Reyes, que éste no pudo cuidar por sí mismo. Además se ocupó, junto con Ernesto Mejía Sánchez, del cuidado editorial de El libro jubilar, también de Alfonso Reyes, que salió con el sello de la UNAM en 1956.
4. MONTERROSO USABA corbatas de la-na tejida. Siempre las mismas. Él notó que yo usaba corbatas de ese mismo tipo. Un día me citó, con Bárbara como testigo, para regalarme varias de esas prendas, cuyo uso regular ella des-aprobaba. Yo las llevo como si fuesen insignias de una orden de nobleza.
5. LA PERSONA Y LOS LIBROS de Tito me han acompañado a lo largo de la vida. He escrito varios textos sobre él, por ejemplo: “Augusto Monterroso: la alegría es perpetua” (Augusto Monterroso ante la crítica, compilación de Will Corral, Era, México, 1995); “Augusto Monterroso: el risueño encanto del desencanto” (La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Nueva Era, número 306, junio de 1996, p. 44); América sintaxis, Siglo XXI Editores, México, 2009), entre otros. Es uno de mis modelos secretos. Atesoro sus libros. No sólo los que él escribió y los de Bárbara Jacobs, sino los de otros autores. Por ejemplo, el de la estudiosa belga An Van Hecke, Monterroso en sus tierras: espacio e intertexto, 2010, o el de Alejandro Lámbarry, Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio, 2019.
6. CUANDO TITO regresó a México en 1949, publicó en la revista América, dirigida por Marco Antonio Millán, una silva titulada “La Sibila”. Le incomodaba recordar este texto que yo había registrado en alguna reseña. De hecho, forma parte de la prehistoria condenada. Como quiera que sea, el poema delataba su cercanía con Virgilio, el poeta latino, tan cercano a Rubén Bonifaz Nuño, uno de sus amigos y protectores, con quien compartía el sentido del humor y la alegría de vivir.
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