Conocí – en el parque de Tlacoquemécalt– a la mujer de mis sueños. La madre de mis hijos. La cortejé, la frecuenté y me casé con ella. Desde la primera vez que la vi caminando por el andador central del parque pedí a todos los dioses me permitieran conocerla.
POR: VÍCTOR MANUEL JUÁREZ/ Libre Sur
Los del vallenses si aspiramos a darles mejor calidad de vida y posibilidades de éxito a nuestros hijos y nietos. Los señalamientos de que somos envidiosos, individualistas, y demás descalificativos, sobran. Hemos dado pruebas de lo contrario. Bastaría con recordar nuestro accionar durante el terremoto de septiembre del 2017, cuando nos desbordamos en ayudar, buscar y rescatar a nuestros vecinos en desgracia. Eso somos y nos define.
Como buen niño de la Del Valle fui guerroso, desmadroso, vago y aspiracionista.
La bicicleta fue mi mejor instrumento y juguete. A los 10 años y pedaleando sobre mi corcel de metal recorrí mi colonia de norte a sur y de oriente a poniente, ya fuera en solitarios paseos o con la banda de amigos de la cuadra (así le decíamos a la calle que habitábamos), en eterna competencia.
Pocas veces incursionamos –mis amigos y yo– en las colonias vecinas como la Roma Sur o la cercana Narvarte. Los cates con patadas voladoras eran inevitables dadas las fuertes rivalidades existentes por las coladeritas o el tochito. Hablamos de mediados de los 50s a ya muy entrados los 60s, cuando la Del Valle se fue poblando de familias numerosas y deseosas de un mejor porvenir para los hijos y nietos. Es decir, de gente trabajadora, luchadora y con aspiraciones profesionales y económicas. Nada raro ni extraño entonces, como ahora.
Pero no se piense que éramos ricos y pudientes. No, por el contrario. Los orígenes son humildes y de mucho sacrificio. Gente de trabajo que emigró de Peralvillo a la Del Valle en busca de mejores horizontes. Así, los hermanos mayores tuvieron que sacrificarse trabajando para darles a los menores estudios superiores, y estos trabajar duro para sacar adelante al resto de la familia y poder comprar una casa en estos lares, así como buscar mejores perspectivas de vida y desarrollo.
¿Quién puede pelearse con el bienestar?
La casa de la abuela paterna –donde me crié y crecí—se ubicaba en la calle de Pestalozzi, entre Eugenia y Concepción Beistegui. Entonces había pocas casas, la mayoría con una arquitectura similar al estilo colonial californiano de hasta tres pisos y amplios jardines. Similar arquitectura tenía la casona de la abuela, más un torreón de techo de cuatro aguas, adornado de tejas rojas que me encantaba, no sólo por ser mi espacio preferido, sino porque desde ahí podías estender la vista.
Hoy, la mayoría de esas amplias casas han desparecido para dar paso a condominios de departamentos minúsculos y muy caros y asfixiantes. Motivo de queja y lamentación pues le han roto la fisonomía a la zona, al observarse, hoy en día, distintas y heterogéneas arquitecturas.
En la bicicleta y junto con los Baledón, los Gutiérrez, el Curro Rivera y demás amigos partíamos a nuestras excursiones del valleras y sus confines. La ruta más frecuentada era hacia el sur. Visitar Ciudad Universitaria y su campus era el desafío mayor, puesto que una buena parte del trayecto era de pura subida, ya fuese por Insurgentes o por avenida Universidad. El último pagaba los refrescos.
Desde entonces se podía disfrutar de sus amplias y arboladas calles, repletas de jacarandas y palmeras colosales. La circulación vehicular era escasa y nos permitía jugar toda clase de juegos y hacer infinidad de acrobacias en las bicicletas o los ya desaparecidos carros de baleros, fabricados por nosotros en ingenuo aprendizaje automotriz.
Había por aquel entonces calles muy amplias, como Eugenia que al centro presumía camellones con esbeltas y altas palmeras, o callecitas de cuento encantado como López Cotilla o Martín Mendalde con sus camellones de frondosos árboles y follajes de diversas especies. Coloridos y frescos eran esos tramos.
Rumbo a Ciudad Universitaria había una parada obligada, en el ahora conocido como el Parque de las Arboledas, entonces llamado simplemente como las Huertas. Era un amplio terreno donde podías ver pastar ganado vacuno, caprino y bovino. Podías comer del variado surtido de árboles frutales. Afortunadamente se pudo rescatar y conservar la parte arbolada y el llano fue transformado en una de esas grandes tiendas, un supermercado de grandes proporciones con su respectivo estacionamiento.
Las arboledas se constituyó en el centro de reunión de diversas palomillas de la colonia Del Valle. Era nuestro coliseo y ahí disputábamos nuestros desafíos deportivos, desde los juegos de soccer, los partidos de béisbol hasta el Americano semi equipados. Los moretones, raspones y descalabradas eran frecuentes, pues muchos juegos terminaban en verdaderas batallas campales. No había tregua ni en el juego ni en los cates.
Empezaba a sentir esa extraña sensación de goce y triunfo que se transforma en orgullo cuando vencíamos a oponentes más grandes que nosotros y defendíamos el nombre de nuestra calle contra los de Rebsamen, Heriberto Frías, Nicolás San Juan, Anaxagoras y Pitágoras. Incluso en algunas ocasiones viajaban hasta nuestros rumbos jugadores de Liga Mayor, tanto del Poli como de la Universidad, para disputar algunas horas de Tocho.
En otra pedaleada hacia el sur de la ciudad detuve mi andar en el parque de las Arboledas. Al centro, en un claro, vislumbré a un grupo de niños de mi edad – 12 o 13 años—que practicaban el futbol Americano ya equipados con sus cascos y hombreras. Curioso me acerqué y pregunté el cómo me podría incorporar al juego. Un hombre robusto de rostro afable me explicó que se trataba de un equipo organizado llamado los Yaquis de la Del Valle. De inmediato me quise incorporar, pero me dijo necesitaba la responsiva de mis padres, pues “es un deporte de contacto y puede haber lesiones…”
Obvio decir que ni mi mamá ni mi abuela paterna me darían permiso para practicar ese juego tan salvaje. Opté por falsificar el documento de marras. Le pedí a uno de los choferes de mis amigos, muchos de ellos pudientes con dos autos en las cocheras y un amplio servicio doméstico, me hiciera el paro. Ya con el documento en mano me inscribí e invité a mi mejor amigo y hermano del alma, Rafael Baledón a incorporarse. Con la presencia y el aval del ingeniero Baledón, quien fue mariscal de Campo de los Pumas de la UNAM, las resistencias en casa fueron vencidas y nos hicimos Yaquis de la Colonia Del Valle.
El jugar para el equipo de mi colonia me dio un amplio sentido de pertenencia y arraigo. Me sentía muy orgulloso de defender esos colores y jugar con mis amigos partidos oficiales en Puebla, Querétaro y Morelos contra escuadras infantiles también.
Ese fue, sin duda alguna, la primer gran sensación de orgullo y satisfacción de vivir en este singular sitio de la delegación Benito Juárez: pertenencia y arraigo.
Pero los tiempos vuelan y las circunstancias cambian. Crecí, dejé de ser niño y entré a estudiar a la Preparatoria 8 de la UNAM. Entonces los y las amigas de la colonia se entregaron a sus estudios e hicieron nuevas amistades. La calle se vació y cesó la algarabía de los juegos infantiles y las corretizas de las racias, por el mero hecho de jugar en la calle. Vendrían las racias y golpizas fuertes de parte de las fuerzas policíacas por el hecho de ser jóvenes y estudiantes. Corría ya el infausto año de 1968.
Pese a ser alumno regular de la UNAM y que mi Prepa tenía un equipo de Americano, que gozaba de prestigio (los Leopardos de Prepa 8), opté por buscar un equipo en mi colonia Del Valle. Venturosamente el Centro Universitario México (CUM), ubicado a unas calles de la casa de mi abuela paterna, formaba un nuevo equipo. Baledón y yo nos fuimos a probar y no obstante a no a no pertenecer a dicha institución, los jugadores nos invitaron a quedarnos por cuatro años.En 1969 resultamos campeones y eso acrecentó más mi pertenencia, orgullo y satisfacción de ser del vallero.
Durante los diversos trayectos por todos los confines de la colonia me percaté de la enorme cantidad de escuelas existentes. Las hay, aún y para nuestra entera satisfacción, desde los centros infantiles públicos y privados, hasta los grandes planteles de educación media superior. Y no sólo el CUM con carreras universitarias sino un significativo número de escuelas primarias, secundarias, preparatorias y de estudios superiores, tanto para varones como para mujeres y mixtos con enseñanza de lenguas extranjeras.
Corría ya 1968 con toda su larga historia del movimiento estudiantil y el paso a la Olimpiada. Un año agitado y de muchos sobresaltos, pero sobre todo de cambios profundos en nuestras vidas que se desarrollaban más en nuestro plantel escolar que en nuestras casas. Así, la mayor parte del tiempo lo vivía al interior y en las cercanías de mi preparatoria, ubicada en Lomas de Plateros, lejos de mi terruño. Empecé alejarme con mucha nostalgia.
Vueltas, revueltas y el regreso a casa marcaron mi vida a partir de mi periodo productivo como reportero del diario unomásuno. Pero antes es menester mencionar los acontecido cuando emprendí el vuelo definitivo de casa, de mis rumbos de Pestalozzi, de donde la mayoría de mis amigos de juegos habían partido ya a sus aventuras amorosas y laborales. Empero, el más duro golpe y definitivo fue la venta de la casa de la abuela paterna y la migración de los Juárez más al sur de la ciudad.
Volé hacia un pequeño departamento situado entre Revolución y San Antonio, en la colonia Nochebuena, Mixcoac. Un año o año y medio duró el experimento como mi primer roomie, un amigo y compañero de estudios en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Todo marchaba viento en popa y con horizonte seguro, pues iniciábamos la aventura de fundar un nuevo diario, que a la postre fue emblemático por su propuesta, pero sucedió lo irremediable y que pudo haber marcado una vuelta atrás: mi compañero de departamento embarazó a su novia, se tuvieron que casar y yo volar de nuevo con destino incierto.
Ya instalados en la redacción del diario unomásuno, pletórica de grandes reporteros expulsados de Excélsior, la convivencia, el ánimo y el impulso por ser era insuperable. Así una pareja de muy queridos amigos periodistas ellos –Nadia Piamonte y Manual Sandoval— muy generosos en las invitaciones a comer a su casa, me hicieron la mejor propuesta que he tenido en mi vida: “nos vamos a cambiar al condominio de enfrente y te queremos traspasar el de Tlacoquemecatl, cómo ves”.
El gesto me conmovió, pues el departamento me gustaba de siempre y se encontraba a unas cuantas calles –Parque Hundido de por medio— de las nuevas instalaciones del unomásuno, en la cerrada de Corregio. Todos los cubos caían perfectamente en su sitio y la vida se reducía a reportear, redactar y en hacer y ver mucho deporte, ya que mis primeras tareas en el periódico eran cubrir las actividades tenísticas y del futbol americano estudiantil.
Por ese entonces un gran reportero de deportes, egresado de Excélsior, se hizo cargo de la sección deportiva y caminé y jugué junto a él por varios meses. Él provenía de la colonia Lindavista, en el norte de la ciudad. La colonia Del Valle le era totalmente desconocida y lo fui adentrando en ella. Descubrimos infinidad de restaurantes de diversas cocinas, pero nos deteníamos más en las que cultivaban la comida argentina. Los cortes y el vinito extasiaban y reconfortaban, luego de algunos sets de tenis. Durante esos periplos nos dimos cuenta que había una buena cantidad y diversidad de instalaciones deportivas en la colonia, sobre todo canchas de tenis que llegamos a frecuentar.
Y esto de la cuestión culinaria es otro de los atractivos de nuestra colonia. Pues cuenta con una enorme variedad. Hay de todo y de diversos precios. Desde las comidas corridas en el mercado de Tlacoquemecatl y en las pequeñas fondas, hasta los de sabores exóticos, nutritivos y de comida gourmet o bien aquellos que se han hecho clásicos para las familias de la zona, como la fonda Margarita, los Chamorros de Tlacoquemecatl, los Auténticos Picudos, las tapas del City Marquet, o los suchis del Harumi, las tortas Don Polo, los de comida argentina. De todo, pues. Negocios restauranteros que he visto nacer, crecer y progresar gracias a la perseverancia y talento de sus dueños para ofrecer buenos productos. Aunque también he visto desaparecer a muchos durante la pandemia y florecer a otros que han sabido adaptarse a la nueva normalidad y han transformado sus banquetas en agradables terrazas.
Como que los del valleros somos muy luchones, difícil doblegarnos.
Así, y gracias a la gentil oferta de Nadia y Manuel puede tener mi primer departamento propio. Su vista y ubicación lo hacían, de entrada, inmejorable. Justo sobre Tlacoquemecatl a la mitad del parque del mismo nombre.
Llegarían los años ochenta y su caudal de emociones y cambios.
Ya con trabajo estable y departamento todo cambiaría. Me acostumbré rápido a mi nuevo vecindario y vecinos. Enseguida ubiqué los sitios a frecuentar y que me quedaban de camino al diario. Caminar y disfrutar los parques y calles se convirtió en una sana costumbre. Costumbre que compartí con Manuel Becerra Acosta, director fundador del unomásuno, y quien vivía en la calle de Sacramento.
Conocí – en el parque de Tlacoquemecalt– a la mujer de mis sueños. La madre de mis hijos. La cortejé, la frecuenté y me casé con ella. Desde la primera vez que la vi caminando por el andador central del parque pedí a todos los dioses me permitieran conocerla. Ella era también de la colonia del Valle y amplia conocedora de la zona, pues de niña – me platicaba– la recorrió en patines hasta los linderos con Mixcoac.
Pasados unos años tuvimos dos hijos, totalmente oriundos de Tlacoquemecatl Del Valle. El parque fue su jardín y lugar favorito de juegos. Para entonces la familia ya era muy conocida por los jardineros, los carniceros, los plomeros, los encargados y dueños de los negocios del rumbo y todos aquellos vecinos que saludábamos a diario.
Así, a mi sentido de arraigo y pertenencia se sumó el de permanencia. Mis hijos jugaban con los niños vecinos y si había algún incidente enseguida nos comunicábamos todos los padres para informarnos y apoyarnos. Cualquier anormalidad en la habitual vida cotidena era observada y comentada, pues se trataba de nuestra propia seguridad. Recuerdo existía el policía comunitario. La comunicación vecinal era, desde entonces, fluida. Hoy tenemos mejores métodos y tecnología para cuidarnos y comunicarnos.
Ya casado y con hijos, llegó a casa la mascota. Un hermoso cachorro de Golden retriver que nos acompañó con su alegría. Era el pretexto perfecto para salir a caminar por las tardes noches en compañía de mi mujer. Entonces sumamos un buen número de amigos en el parque, so pretexto de los perros y su necesidad de jugar.
Para mí, Tlacoquemecatl es como Pestalozzi, pues han sido fundamentales en mi vida. Son mi barrio y mi colonia. Son motivos de nostalgias y añoranzas y también de satisfacción. De siempre he sentido la colaboración, la solidaridad y la amabilidad de mis vecinos.
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