Magno Garcimarrero
José Guadalupe Posada escribió:
“La muerte, es democrática, ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calaca”.
Al grabador más popular de México, le tocó nacer en un lugar y tiempo convulsos; el país apenas si tenía treinta años de haberse independizado formalmente de España; había ensayado una monarquía de imitación rotundamente fracasada y caminaba tambaleante hacia la democracia, habiendo probado 46 presidencias con repetición de hombres sentados en la máxima silla por períodos brevísimos.
En febrero de 1852, cuando nació José Guadalupe Posada, mero el día de la Candelaria, el presidente era el potosino Mariano Arista que había tomado posesión trece meses antes, y no duraría más que otros once en el cargo.
El centro de la república había sido el lugar sede, del golpe inicial de independencia y era por ello el teatro principal del juego de fuerzas para lograr la estabilidad necesaria que permitiera autogobernarse.
La democracia era sólo una aspiración que, increíblemente, encontraba grandes obstáculos: la Iglesia, los terratenientes y los ricos encomenderos, entre otros, quienes suspiraban por la monarquía y por un mundo de privilegios; la gente de izquierda, los liberales, la canalla, eran vistos con recelo y, cuando había la oportunidad, se les daba su escarmiento en las tinajas de San Juan de Ulúa, o alguna otra mazmorra de la misma laya.
El arte y el humor en sus distintas manifestaciones, tenían que ser las únicas formas posibles de llegar a la crítica de la paupérrima situación nacional propiciada por la lucha de poder y riqueza, sin esperar mayores represalias que una buena sonrisa.
José Guadalupe Posada logró conjuntar el humor y el arte, para señalar la triste realidad en que le tocó vivir.
La osamenta monda y lironda de sus grabados, ya desnudos, ya vestidos con galas de catrina, evocaba la carencia de todo, descarnados, menesterosos como el pueblo mismo; el símbolo del hambre desde siglos atrás, el rostro de uno de los cuatro jinetes del apocalipsis con los cuencos vacíos y la mueca de burla dibujada en los dientes mondos.
Al pueblo de los años que conformaron la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, le faltaba carne, le faltaba trabajo, le faltaba techo y ropa; mientras que, a las clases explotadoras cobijadas bajo el palio de la Iglesia, pisando los pasillos alfombrados de palacio, le sobraba todo.
A esos hombres enriquecidos les faltaban dedos donde ponerse anillos traídos del viejo mundo y panza para embutirse los embutidos ultramarinos e hígado para procesar los licores espirituosos con que agasajaban al camello que había logrado pasar por el ojo de una aguja.
Contra esa clase cínica y desalmada creo José Guadalupe Posada sus grabados y su profunda filosofía poco estudiada y comprendida.
De su Aguas Calientes natal tuvo que huir para refugiarse primero en Guanajuato y después en la capital, por suerte para todos sus contemporáneos, y para nosotros los que heredamos su arte, su pensamiento plasmado en los grabados que salieron de sus manos, y su humor corrosivo tanto como incomprendido, porque de haberlo entendido, hubiera tenido que probar las goteras de San Juan de Ulúa.
Para Posada la igualdad entre los seres humanos es uno de los más grandes valores de la convivencia; todo lo que atropelle esa igualdad, lesiona la armonía social.
Pero para él, la muerte, es la única que nos hace iguales, es la que ataca parejo sin considerar al rico o al miserable, al poderoso o al siervo, al genio o al idiota, a los hermosos o a los feos; “la muerte es democrática”.
La muerte en manos de José Guadalupe Posada, no es un estado físico, es un personaje que se escribe con mayúscula: Muerte.
Es la Muerte la igualadora, la que nos pone a reflexionar en la vacuidad de distinguirnos de los demás por lo que somos o tenemos.
Todos llevamos como destino y condición humana, un esqueleto dentro de nuestro pellejo, una calaca dentro de nuestra cabeza y una última mueca imperecedera de burla de nosotros mismos, porque no tiene labios que la cierren.
M.G.
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