Hace 70 años, no recuerdo día ni mes, llegó la familia Ferreyra—Carrasco al Distrito Federal. No venía tras un sueño sino como todos los provincianos expulsados de sus lugares de origen, buscaba sobrevivir.
A partir del arribo, colchones en el suelo, apiñados en una habitación, arrimados con la querida tía Socorro y su amadísimo esposo, el Maistro Grandote, El Chiquilín, un varón de dos metros con un corazón al doble, Agustin de la Torre.
El departamento donde nos acogieron era pequeño y estaba situado frente a la terminal o regreso de los tranvías procedentes de Tacuba y de Azcapotzalco. Una cuadra abajo, el viejo rastro, el parque Elías Calles y a cielo abierto el Río Consulado, calle hacia arriba.
A pesar de las limitaciones obvias, todos los días eran de fiesta. Las mujeres, tres, la tía, mi madre María Elena y mi hermana, Olga Elena, cocinaban, tejían y bordaban en un ambiente grato mientras mi padre, Alfonso, buscaba sin posibilidades de lograrlo un empleo, el que fuese.
El tío Agustín se iba hasta Santa Julia donde en las Carrocerías Maytán, Tizoc esquina Tlaloc, desplegaba su capacidad creativa. Fue el primer constructor en México de un camión chato para pasajeros.
Los que había, Aerocoach usados por transportes foráneos, eran de importación.
Criador de ganado, vendedor de aguas negras y tendero fracasado, a mi padre sólo le quedaba como perspectiva laboral una gran habilidad para manejar vehículos. Imposible pensar en un taxi sin conocer la que nos parecía una megalópolis.
En Peralvillo ya estabas prácticamente fuera de la ciudad; para visitar Tlalpan o Xochimilco se preparaban tortas y se abordaban los trenes que llevaban a tan remotos destinos. Lo mismo Coyoacán o Cuajimalpa.
En vacaciones, los jóvenes acudían a los balnearios en la Calzada Zaragoza; Olímpico y Bahía eran los mas populares entre la decena de ofertas para los aficionados a la natación.
O para quienes iban a ligar y con suerte hasta lograr un buen faje. Entonces no se llegaba a más.
Cerca, en llanos terregosos, estaban las antenas que recogían señales de estaciones de radio de todo el país. Allí se originaban unas tolvaneras que, en serio, oscurecían completa la capital. Y repartía alegremente problemas respiratorios sin distinción de clase social.
Con apoyo del tío Agustín mi padre obtuvo una licencia de primera, necesaria para emplearse como chofer, Olga se encaminó a la Universidad donde logró entrar a pesar de ciertas trampitas para que los provincianos no llegaran a saturar la casa de estudios.
Alfonso entre estudiar Contaduría y empleos como mensajero, también se ocupó pronto. Yo aprendí la ruta Rastro Hipódromo, unos camiones International gris rata con blanco, para visitar a diario el taller de carrocerías.
Me entregaban un portaviandas, dispositivo formado por recipientes de peltre que se embrocan uno sobre el siguiente. En el de la base, el caldo, después sopa seca o aguada, luego guisado, frijoles, salsas y hasta arriba el postre.
Unas guías de alambrón con un mango de madera para llevarlo. Lo recuerdo, tan bien imaginado el aparato que no se derramaba una gota ni dejaba aromas a su paso.
Primero fue un Peralvillo Cozumel, blanco con rojo, muy destartalado. Me sumé al equipo de trabajo y mientras don Alfonso sudaba y sufría como el gran varón que era, en calidad de cuije me colocaba en la puerta trasera para evitar que se colaran los gorrones.
Un tránsito infernal impedía cumplir con los horarios y los dueños de las cafeteras rodantes muy listos fijaban una pena en efectivo para quienes no cumplieran.
Tenía como afición, casi fijación, acudir a entrenar, quería ser corredor de velocidad. Con un asesor o seudoentrenador, trotaba mínimo cinco kilómetros diarios, llegando a veces, increíble, a veinte kilómetros.
Algo así como 50 vueltas al campo de futbol. Menciono esto, porque uno de los relojes marcadores estaba atrás de la SEP y el siguiente en la Avenida Chapultepec, al final del acueducto.
Mientras mi padre sufría para salir del embrollo, yo recogía la tarjeta y a paso veloz, y en tramos corriendo, cruzaba por Palma hasta una calle directa a la avenida y de allí a paso tranquilo, llegaba a tiempo, marcaba la tarjeta y esperaba el camión.
Si el chofer no quería dejar de ganar el salario, entonces el día de descanso lo dedicaba a reparar todo lo reparable. Me encantaba esta parte del trabajo, la mecánica; el dueño no aceptaba ni siquiera pagar las refacciones.
Un día le ofrecieron conducir un autobús casi nuevo, iría a San Pedro Santa Clara, allá donde muchos años después explotaron almacenes de gas que ocasionaron centenares de muertos y decenas de casas destruidas.
La línea de transportes no recuerdo como se llamaba, pero los colores rojo y verde con alguna raya azul, los identificaba como Los Pericos.
Aquí se rompió una tasa. Tuve que retirarme de mi chamba como ayudante porque mi hermano apoyado por una prima, secretaria de Julio Hirschfield, logró que me dieran su trabajo en H. Steele, en el edificio del relojote que marcó la hora del temblor del 85.
Alfonso mi hermano era llamado por el Banco Nacional de México cuyo gerente se impresionó por su diligencia, en tanto mi padre, Alfonso, intentaba zafarse de lo que parecía una fatalidad.
Se reunió con paisanos, agentes del Servicio Secreto. Luego de una buena comilona y unos tragos, decidieron ir por dinero.
En la cola del Teatro de variedades agarraron un par de raterillos que les entregaron el producto de lo hasta ese momento robado. Mi padre se despidió y nunca más se volvió a acercar a sus paisas.
Enmedio de estos avatares teníamos una increible vida feliz. Un día a la seman el tío Agustín entraba al cine con la tía Soco y mi hermana Olga, Alfonso y yo permanecíamos en el vestíbulo, donde pagaba unos centavitos y sentados en la alfombra veíamos por TV las luchas sabatinas.
Los domingos día completo en el Elías Calles mirando a los que rebotaban a manazos una pelota en el frontón, quizá un partido de futbol y ocasionalmente a participar en equipos de voleibol del Injume situado por la Ford en la Calzada de Guadalupe.
Las funciones dobles del Cine Janitzio, con enormes cucuruchos de pepitas tostadas, eran un verdadero festejo. Las disfrutábamos enormemente mi hermano y yo.
Sabíamos que el barrio era bravo. Que los matanceros se picaban por cualquier desacuerdo. Y también que los ajenos al barrio que llegaban pretendiendo alguna flor de ese jardín, podían terminar en las aguas pútridas del Río Consulado.
Lo leíamos en las paginas principalmente de La Prensa. Pero nunca lo creímos. Con el tiempo y ya trabajando padre y dos hijos, pudimos rentar un departamento cercano, en la calle de El Chico 5 departamento 10. A la vuelta de Platino.
Entre Inguarán y El Chico, calle de menos de 50 metros de extensión y sin pavimento, estaba la pulquería de nombre que no recuerdo y en cuya banqueta se tiraban los borrachines. Allí les daban los tornillos de tlachicotón y los tacos de insuperable aroma. Los de tripas eran los favoritos.
Regresábamos del cine y los ebrios se levantaban y tras la admonición: güeritos, no anden con la niña tan tarde, aquí hay muchos hombres malos, venía la señal para que uno de ellos nos escoltara hasta la entrada a la casa.
Eran unos veinte metros a la esquina y otros tantos a la puerta del edificio que por cierto tenía una construcción singular: un bloque con departamentos en alineados, un barandal abierto hacia la avenida.
Los días de la llegada a la capital, gozaba enormemente mirando y soñando con un día poseer uno de los coches cuyas marcas me dedicaba a adivinar.
Y miren, para demostrar que la vida es un simple aro, hoy desde mi cuarto de azotea hago lo mismo. Igual que entonces, sin auto y sin permiso para manejar.
Sometido a un triunvirato dictatorial familiar, presidido por una comisaría política que vive cruzando la calle, me consuelo mirando los modernos artefactos.
El para completar el triangulo de gobierno, viven dos fuera de la ciudad, muy lejos pero bien cerca por la gracia y obra de las redes. Desde la distancia vigilan… y se los agradezco.
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.