Trabajábamos en la Subsecretaría de Cultura con Juan José Bremer, nuestro jefe directo era don Miguel López Azuara, responsable de publicaciones y bibliotecas donde aunque les parezca exagerado, de la mano de Joel Hernández Santiago hicieron el más grande y ambicioso programa editorial en la historia de la SEP.
Nada de clásicos griegos o latinos ni tampoco obras por encargo para pagarles a los amigos. No, una colección que se vendió a precio ínfimo, llegó a los cien títulos y promedió 60 mil ejemplares de venta por cada obra.
¿Te acuerdas Luisillo, que en compañía de grandes cerebritos como Pepe Buil, por mencionar a uno nada más, y bajo la fértil imaginación de Armando López Becerra, crearon un programa de promoción literaria bajo el lema, también creación de ese colectivo de geniecillos, “Los libros tienen la palabra”?
No eran homilías aburridas para convencer a los analfabetas funcionales que por obra de Birlibirloque o la magia de la Madre Matiana, se transformarán en devoradores de literatura.
Recuerdo, Luisillo, el programa en Canal Once con el que se abrió la serie: una charla suelta informal, nada de entrevista, con Laco Zepeda, enorme cuentista pero mucho mejor charlista.
Lo veo sentado en la escalera de madera en su departamento en Peyton Place, mirando por la ventana el florido camellón frontero y platicando con su chispa habitual, las leyendas de su pueblo que luego convertiría en cuentos. Era chiapaneco.
Él día que quiero recordar, Luisillo, fui como era costumbre a tomar el café de media tarde a la Librería Reforma, a disfrutar del ingenio y las gracejadas de Angelita y de su esposo Franklin, los propietarios.
Tú dividías tu vida laboral entre nuestra oficina y en las tardes, casí noches, en la oficina de Manuel Buendía donde cuidabas el archivo y lo enriquecías con nuevos datos para la columna del maestro, del amigo.
No había celulares, así que recibí tu llamada en el teléfono de la librería. Tan sorpresivo tu anuncio que no supe cómo reaccionar de inmediato.
En la mesa vecina y también cafeteando mientras leía algunas cuartillas, Juan Ibarrola con su maletín grande, cuadrado. Alarmado, le comenté la noticia a Angelita, al propio Juan que de su maletín extrajo un teléfono, marcó ciertos números y a la identificación, “aquí el capitán Ibarrola” y luego el comentario.
Obvio nunca pude saber con quién hablaba aunque ignoro o no recuerdo si él me lo dijo, primera habló a la oficina del Secretario de la Defensa y luego a la de José Antonio Zorrilla, director Federal de Seguridad.
¿Te acuerdas Luisillo que tú llamada fue casi instantánea al asesinato del maestro Buendía? Por eso a Juan y a mi nos dejó turulatos la respuesta de que “el señor director ya está en el lugar de los hechos”.
Me encontraba a minutos del lugar del infame crimen. El tránsito bloqueado pero aún así logré estar casi de inmediato. No vi el cuerpo del periodista todavía tirado en la entrada del estacionamiento.
Llegué a la puerta del edificio sede de la MÍA, Mexican Intelligence Agency. Subí a trancos las escaleras y me apersoné en la oficina, donde empezabas a dialogar con dos agentes que revisaban cajones.
Los policías bloquearon el ingreso al lugar, por lo que sin acordarlo me dejaste a cargo de los teléfonos. Todo mundo quería saber, me concretaba a confirmar bajo la mirada cercana de un pelirrojo y pecoso sujeto al que denominaban Archi.
No recuerdo, Luisillo, cuánto tiempo permanecí allí. Tampoco si nos despedimos y entre brumas me parece recordar la extracción de la pistola de don Manuel de un cajón de su escritorio.
Imposible evadir el hecho de que este crimen nos cambió la vida a muchos. Especialmente a ti Luisillo, que pronto apareciste en las medios como columnista y con tu nombre completo: Luis Soto.
Infinidad de historias derivan de este crimen. Creo que son tantos los que saben tanto, que al cumplirse un año más del nefando asesinato, sobrarán historias y testimonios… hasta de quienes ni siquiera habían nacido todavía.
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.