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UN AMOR EPISTOLAR

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CRÓNICA DE UN AMOR EPISTOLAR

Por Gilberto Peralta

Clemencia y Roberto se conocieron cuando ambos tenían dieciséis años. Eso fue en 1966, durante la semana cultural y deportiva con motivo del festejo del décimo aniversario de la escuela secundaria en la que Roberto cursaba el tercer grado. La escuela se ubica en una histórica ciudad de la costa guerrerense.

Por aquella época, eran pocas las secundarias en el estado y su matrícula abarcaba a varios municipios del área de influencia, como Zihuatanejo, Técpan, Atoyac, Acapulco, Ayutla y Ometepec, que fueron representados por sus respectivas delegaciones. En esos eventos se conocieron Roberto y Clemencia.

Fue durante una tardeada, se hicieron amigos y hubo química entre ellos. Clemencia era una mujer muy hermosa, de una belleza costeña como pocas; de piel trigueña, con una hermosa cabellera, ojos negros y mirada sincera.

Terminaron los eventos, hubo despedidas y promesas de volverse a ver, y cada grupo retornó a su lugar de origen. Pasó poco tiempo para que Roberto se decidiera a visitarla en su pueblo natal. Convivieron unas horas y quedaron de verse otra vez.

Después llegó el tiempo de ingreso al estudio en el siguiente nivel. Ella se fue a una normal para maestras en Palmira, Morelos. Él se fue a estudiar al Politécnico Nacional, en el Distrito Federal. Roberto ya sabía dónde encontrarla, y en cuanto pudo, la fue a visitar de nuevo. Se vieron con gusto, saborearon un helado e intercambiaron direcciones para poder escribirse.

Las cartas eran frecuentes y dieron motivo a una declaración de amor implícita y poco protocolaria, que fue el inicio de un noviazgo que duró cinco años.

Roberto guardaba las cartas en un cofrecito de Olinalá y Clemencia también las guardaba en una caja de chocolates.

Cada semana intercambiaban noticias y tiernas frases de amor. Pasaron los meses y, por razones administrativas, la Normal de Palmira tuvo que mudarse a Panotla, Tlaxcala. Ambos continuaron sus estudios y, con el intercambio de cartas —la mayoría de las veces impregnadas de un perfume—, afianzaban sus vínculos sentimentales.

Él la fue a visitar a Panotla y se hizo pasar por su primo para que lo dejaran entrar a los jardines del plantel y cumplir con su visita, limitada a un tiempo máximo de dos horas.

Para los dos, el tiempo era insuficiente. Convivieron y platicaron sintiendo que el tiempo era como una ráfaga de viento, fugaz y valiosa. Tuvieron que despedirse con una desesperada inquietud, pero con la promesa de volverse a ver lo más pronto posible. Un beso en la mejilla de ella fue un símbolo de un “hasta luego”.

En 1970, ella se graduó como maestra normalista en el nivel primario del sistema educativo de la época, y la enviaron a una ranchería de la sierra norte del estado de Puebla, muy cerca de Xicotepec de Juárez, ciudad a la que ella acudía cada fin de semana para aprovisionarse de víveres y otros artículos de consumo personal.

Al terminar sus estudios vocacionales, Roberto continuó su carrera de Ingeniería Mecánica Industrial. Sus estudios siempre los realizó combinándolos con el trabajo y se graduó en 1971.

A pesar del tiempo y la distancia, las cartas nunca dejaron de llegar a sus manos con la frecuencia acostumbrada, y su noviazgo duró cinco largos años.

Algunos piensan y dicen que los amores a distancia son amores sin sustancia, pero aquel amor platónico recíproco fue la mejor prueba de que las distancias y el tiempo, cuando dos se aman, mantienen encendida la lumbre del amor.

Un domingo doce de diciembre, cuando Roberto retornaba de un viaje que había hecho a la Huasteca veracruzana, habían quedado de verse en Xicotepec. Eran como las cuatro de la tarde cuando el camión en el que él viajaba hizo una breve parada al pasar por Xicotepec de Juárez. Roberto decidió bajarse del camión para buscar a su amada Clemencia en el lugar donde ella le había dicho que la podría encontrar. Preguntó por ella en una tienda que estaba en la esquina del parque. Le dijeron que la esperara un rato, que ya no tardaba. Por fin se vieron, con gran alegría y amor. Roberto la abrazó y la besó con aquella intensidad con que se besan aquellos que han estado largamente fragmentados y ausentes. Se sentaron en una banca del parque y platicaron de sus vidas lo más que pudieron, porque pronto se tendrían que despedir.

Él continuaría su viaje, porque al día siguiente tenía que entrar a trabajar a las seis de la mañana. Ella tenía que retornar a su comunidad. Unos minutos antes de su despedida, Roberto le preguntó si podrían verse la semana siguiente. Ella saldría de vacaciones navideñas, así que acordaron verse en la terminal de autobuses de Cuernavaca, a las cinco de la tarde.

—Espero volverte a ver, no me falles, porque si no nos vemos ese día, ya no nos veremos nunca más —le dijo Roberto de una manera tajante.

Fue algo que salió de lo más profundo de su alma, porque ya estaba decidido a no continuar con el dolor de la ausencia.

En la fecha acordada, él acudió puntual a la cita. Llevaba en sus manos un sobre con un poema amoroso escrito para ella. Se esmeró en la redacción y la caligrafía e impregnó el sobre con unas gotas de su loción preferida.

También le llevaba un disco de Los Ángeles Negros —de esos que eran de cuarenta y cinco revoluciones— con la canción “Y volveré”, que tanto le gustaba y que estaba muy de moda, además de una cadenita de plata con un dije en forma de corazón.

Roberto vio el reloj de la terminal una y otra vez. Eran las cinco diez. Le preocupó que no llegara. Luego dieron las cinco veinte, las cinco treinta. Pero ella nunca llegó.

Triste y desconsolado, Roberto abordó un autobús que lo llevaría de regreso al Distrito Federal. En el trayecto, a la altura de una curva conocida como La Pera, abrió la ventanilla y arrojó hacia el acotamiento los regalos que no había podido entregar y, a una velocidad de noventa kilómetros por hora, se despidió para siempre de su amada Clemencia.

En cuanto llegó al cuarto que rentaba en el Distrito Federal, lo primero que hizo fue bajar del ropero la caja de Olinalá en la que guardaba las cartas de aquel noviazgo. Las rompió todas sin volverlas a leer. Les prendió fuego para dar fin a un amor epistolar que marcó su vida sin mirar atrás, comprobando que los amores a distancia son amores sin sustancia.

Gilberto Peralta Baltazar 25/05/25

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