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Un día en la vida  

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Relatos dominicales  

Miguel Valera  

Esa semana, don Marcos López me había invitado a trabajar en su casa de la calle Rayón, en donde vivía su esposa. Me pidió que le ayudara a pintar la fachada, interiores y herrería. Yo era apenas un muchacho, de pueblo, que había iniciado estudios clericales, deseoso de la vida y el destino. Desde que era un niño, pasaba antes del amanecer a casa de mis padres, para llevarme al rancho que tenía en esa zona, pidiéndome que le ayudara a abrir las “trancas” para entrar y cruzar entre su propiedad. Mi paga: una garrafa grande de leche recién ordeñada.  

Accedí a ese trabajo que en la primera semana dejé tirado —la única ocasión en mi vida hasta ahora— por la presión de la señora y lo reconozco, por mi inmadurez. Esa tarde calurosa caminé, un poco triste, hacia la parroquia de El Cristo del Buen Viaje, donde despachaba el padre David Barbosa Madrigal, mi vocador, el hombre que me conoció siendo un niño y me invitó a realizar estudios en el Seminario San José de la Diócesis de Veracruz.  

Me recibió con el cariño de siempre, me invitó a cenar unas chuletas de cerdo que habían quedado de la comida y me dijo que me quedara esa noche en la casa parroquial. Recuerdo que además de conversar sobre mis estudios en el seminario y mi interés por la música, me habló de la historia de este templo que me parecía le emocionaba mucho.  

La imagen fue encontrada por pescadores en una caja de madera que flotaba en el río Tenoya. Sí, me dijo, señalando hacia la calle Arista. Aquí en el centro pasaba un río que doblaba en el callejón de la lagunilla y luego por la calle Serdán desembocaba en el mar. Los pescadores intentaron sacar la caja del río pero no pudieron. Entonces llamaron a los padres franciscanos que tenían su convento dentro del muro que resguardaba la ciudad. Al abrir la caja encontraron el Cristo que aquí tenemos. Le construyeron un templo y le tenían mucha devoción como protector de tormentas y huracanes.  

Luego de preguntar por mis padres y de ofréceme más café, se acercó a estéreo que tenía en su comedor y me puso un disco de los Beatles, para escuchar “A day in the life” (Un día en la vida). Me gusta mucho, me dijo. Escucha, añadió, mientras traducía cada frase. “Leí las noticias hoy, oh, chico, sobre un hombre afortunado que ganó la lotería, y aunque las noticias eran muy tristes, bien, sólo tenía que reírme, vi la fotografía”. Mientras la música seguía en el fondo me dijo algo que sigo recordando hasta el día de hoy: la naturaleza de las noticias es la tristeza, es lo malo, lo negativo, pero también hay buenas noticias, esas que generan esperanza; esas son las que nosotros debemos dar.  

Se refería a la “buena nueva” del Evangelio y sobre todo, lo pienso hasta el día de hoy, a la esperanza que genera el creer en un mundo mejor o en lo que definía el viejo Boecio como eternidad, “la posesión total, simultánea y completa de una vida interminable”.  

Mientras la pieza de Lennon y McCartney seguía en el tocadiscos, “Woke up, fell out of bed”, “Me desperté, me caí de la cama”, el padre añadió: escucha el cierre de esta canción, con un solo acorde de piano. ¡Es fenomenal!, pero ya vete a dormir y recuerda: procura nunca dejar un trabajo tirado; eso no habla bien de ti.  

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