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Una última entrada

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Yolanda de la Torre

Volver de la muerte para jugar beisbol. Nada más para jugar beisbol. A papá le ilusionaba la idea de regresar de ese más allá en el que no creía, igual que Kevin Costner en El campo de los sueños, sólo para subirse al montículo una última vez y tirar una pelota, una, en grandes ligas. ¡Cuánto disfrutaría las luces blancas encendidas, el fragor de gritos y maracas, la música ascendente, los aplausos del público y las porras de la mascota! ¡La intensa y tensa soledad en la lomita, tan semejante a la del escritor cuando se enfrenta a un párrafo difícil!

Para De la Torre el beisbol era el lenguaje de la vida: una amalgama de estoicismo, inteligencia y estrategia que intentó enseñar a todos los que amaba (yo supe antes qué era una carrera de caballito que cuánto eran dos por dos; todavía hace poco papá y yo nos llamábamos durante los partidos de la Serie Mundial para comentarlos: ¿por qué este idiota saca a un pitcher dominante?, rezongábamos); el beis era signo y símbolo del inicio de la Historia, cuando los primeros humanos se defendían con piedras y palos de las bestias, y era también, como las otras pasiones de mi padre ―la literatura, el cine y la militancia política― una forma de ver la vida basada en valores de dignidad, justicia y rectitud que a papá se le fue gestando desde pequeñito en Minatitlán, puerto petrolero donde vivió sus primeros cinco años y aprendió los rudimentos del deporte de mano de mi abuelo paterno, quien por entonces era taquígrafo en la casi recién nacida Petróleos Mexicanos. El otro gran amor que mi padre heredó de mi abuelo fueron las películas de Chaplin, tal vez porque, ansioso y tímido desde siempre, el pequeño Gerardo era un niño serio al que Charlot supo hacer reír.

No fue casualidad entonces que papá, nacido en Oaxaca tres días antes de la expropiación, pero criado en el conjunto de casas de los trabajadores petroleros minatitlecos, se aficionara al beis y al cine y que antes de cumplir dieciséis ya fuera obrero, obligado por mi abuelo a dejar la secundaria ―quién le mandaba leer en las azoteas en vez de asistir a clases― y a ingresar a la refinería 18 de Marzo. Gerardo de la Torre era el primogénito de tres cuando Francisco de la Torre y Alicia Morales, junto con sus hijos, se mudaron de Minatitlán al Distrito Federal a mediados de la década de los cuarenta, a un viejo edificio ubicado en la calle de Emparán, entre Edison y Avenida del Ejido, hoy Avenida Juárez, en la colonia Tabacalera. Mi padre y su hermano Francisco, mi tío Paco, solían pelotear en los alrededores, por puro amor al arte; no fue hasta 1949, cuando los De la Torre se movieron a la calle de Palenque, entre Obrero Mundial y Río de la Piedad ―a unas cuadras del Parque Delta, después del Seguro Social, cuyo espacio hoy ocupa Plaza Delta―, que el joven Gerardo comenzó a tomarse en serio al rey de los deportes. Para entonces ya tenía cuatro hermanos más y Narvarte era una zona de llanos donde se reunían a jugar los aficionados de la zona. Mi papá se dio a conocer entre ellos como un tirador duro.

Otra cosa definitiva tuvo lugar ese año: los Ramírez Gómez arribaron a la calle de Palenque. Papá se hizo amigo de Alejandro, Augusto y José Agustín, novio de su hermana Hilda, y con el tiempo fue novio y esposo de Yolanda, mi mamá. En aquellos primeros días de hermandad José Agustín tenía nueve años y mi papá tenía quince. Con ellos, los Ramírez, conforme crecía, sumó los escenarios y la militancia política a sus intereses, que ahora incluían la dramaturgia, la poesía y, con influencia de Arreola, el cuento, géneros que exploró como quien practica tochito, después box y luego jai alai, deportes a los que fue aficionado. Los Ramírez, también deportistas ―José Agustín fue un prodigio de la liga infantil de beisbol― y mi padre fueron cercanos el resto de la vida; fueron familia a tal punto que cuando papá falleció mi tío José Agustín dijo: ¡murió mi hermano, mi hermano mayor en la literatura!

A los dieciocho De la Torre, que se había vuelto bueno para el twist, el trago y los puños y era además un malencarado imitador adolescente de James Dean, ya había pasado de los llanos a parques más respetables y jugaba en un equipo de nuevos valores; si no era lanzador siempre podía ponerse la máscara de cátcher u ocupar decorosamente alguna posición en el jardín o en el cuadro. Para 1956 se desempeñaba con los Diablos de la Casa del Radio como pítcher cuando le hicieron una oferta para jugar en la Liga Central, en alguna sucursal de los equipos de la liga mexicana. Y no quiso. Por única vez en su vida, papá se dejó llevar por el miedo. El miedo al fracaso. Por eso se retiró del beis cuando sólo tenía 27 años.

Hubo una vez en que estuvo a punto de hacer lo mismo, pero no en el centro del diamante, sino en la oficina de Joaquín Diez-Canedo padre en la editorial Joaquín Mortiz, donde De la Torre había presentado a dictamen su segunda novela. Cuando don Joaquín mostró su interés en publicarla dentro de la Serie del Volador, cuyas puertas había abierto a toda una generación de narradores encabezada por José Agustín y mal llamada de la onda, a papá le sobrevino un ataque de pánico de tal magnitud que le suplicó que no lo hiciera. Semanas después, por supuesto, Gerardo regresó a la oficina de Joaquín Diez-Canedo casi de rodillas y dispuesto a comerse sus palabras. No iba a cometer la misma estupidez dos veces. Para su alivio, el editor, en vez de correrlo de su oficina, le ofreció una silla y lo puso a elegir un buen título, algo mejor que En la piel del viento. Así vio la luz Ensayo general. En 1971, papá abandonó la refinería de Azcapotzalco tras dieciocho años como obrero para dedicarse exclusivamente a escribir. En medio de todo ello se hizo novio de mi mamá, se casó con ella, nací yo, ocurrió la muerte de mi madre en 1967 y se vinieron encima las matanzas del 68 y el 71. La vida había dejado de ser un juego.

De todo ello emergió otro Gerardo de la Torre: uno hecho ya un hombre, disciplinado, que halló en los guiones televisivos y de cine un medio de vida y que fue encontrando una voz madura, eficaz, sin ripios ni efectismos: su propia lomita solitaria para lanzarnos, con un cuidado del lenguaje casi escultórico y una prosa directa, sin concesiones, una visión del mundo que maduró entre los hombres recios del petróleo, quienes con la obra de mi papá ―un escritor emergido de la misma clase obrera― obtuvieron un lugar único dentro la literatura mexicana; no olvidemos, además, que su narrativa, incluyendo sus cuentos y textos periodísticos, abordan temas que van mucho más allá de lo político para escarbar en lo radicalmente humano.

Autor de dos siglos, mi padre dejó atrás más de veinte libros: a clásicos como Muertes de Aurora, que tiene como telón de fondo el movimiento del 68, se suman volúmenes de cuentos como El vengador, Viejos lobos de Marx, La lluvia en Corinto, De amor la llama y, más recientemente, La vía rápida, y novelas como La línea dura, Morderán el polvo y La muerte me pertenece, que aborda la eutanasia. Como guionista, De la Torre se sentía orgulloso de Padre Kino y de un Coral que obtuvo junto con Felipe Cazals en el Festival de la Habana, Cuba, por el guion no filmado Los niños de Morelia; como gente de izquierda, de su paso por el Partido Comunista Mexicano y su papel como líder obrero; como maestro durante más de 25 años, de haber formado a más de cincuenta generaciones de narradores sólo en la Escuela de Escritores de Sogem. Era pleno, libre, gozoso. Hizo siempre lo que le dio la gana. No me lloren, me dijo muchas veces. No me lloren.

Pero como beisbolista, cerca ya de la muerte, se sentía incompleto. Aunque jugó largos años más como aficionado y aún conservaba en su legendario departamento narvarteño de Vértiz casi esquina con Xola su último uniforme de jugador y un jarrón lleno de pelotas de beis que atesoraba para regalarlas firmadas a sus amigos, era un pendiente suyo redimirse por aquellos minutos de cobardía juvenil que lo llevaron a decir que no a su más grande sueño de niño: pararse en el centro del diamante de un enorme estadio de grandes ligas, los dedos tensos sobre las costuras de la bola, las luces sobre el rostro sudoroso, en ascenso la música del órgano, la mirada fija en las señas del receptor y miles de personas atentas a él, listas en silencio para el último tiro.

Hoy, mientras escribo estas líneas con una foto suya cerca, casi puedo verlo: cualquier noche de este 2022 ―durante un partido de ligas mayores―, papá saldrá de vestidores con su uniforme blanco a rayas verdes, la gorra negra, los tenis negros, las calcetas blancas, como preguntándose qué hace de nuevo aquí, en esta vida, y al darse cuenta de que se le ha dado otra oportunidad ―sorprendido por no estar bajo tierra viendo crecer zanahorias, radical ateo como era― subirá al montículo con la sonrisa hasta las orejas, bañado por las luces del estadio, mientras otros ocupan su lugar en las bases y el jardín (quizá en la segunda esté su admirado Abulón Hernández, o Jackie Robinson en la primera), para jugar una, sólo una última entrada.

Seré yo quien reciba la pelota.

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