Doy por cierto que todo ser humano, sensible, guarda en lo mas recóndito de su memoria una imagen, un suceso que lo marcó y lo acompañó por el resto de su existencia.
Tengo clara la imagen enorme, grandiosa de mi padre enmedio de lo que pudo ser una tragedia y sólo terminó en un desastre financiero familiar. Otro mas a la interminable cuenta de quien era víctima de su exceso de honestidad.
Con los ojos lacrimosos —no lloró—, don Alfonso Ferreyra León apretaba los enormes puños hasta blanquear los nudillos y con voz fuerte, el tono enérgico, exigía que los trascavos atados con gruesas cadenas a los extremos del vehículo, lo rompieran.
En absurda consideración le pedían que no lo hiciera. El camión estaba casi totalmente enterrado bajo el derrumbe del cerro, que el concesionario de la extracción de materiales, ignorante, no sabía que no debía “cuevear”.
La montaña se derrumbó. Dentro del camión paterno, el chofer, un joven padre primerizo casado con una casi niña que alcanzó a llegar, el niño envuelto en un modesto rebozo.
La mujer balbucía frases inentendibles y se acercaba a mi padre que la abrazaba e intentaba consolarla. Imposible, la altura total del enorme transporte apenas rebasaba la de las llantas infladas, pero ahora totalmente sin aire, los rines estrellados, rotos, incompletos.
Sólo un milagro, que nadie esperaba, podría salvar la vida al esmirriado manejador. Mientras las máquinas estiraban el chasis para dejar libre y a la vista la cabina, reducida a una aplastada masa de laminas, mi padre hacía consideraciones que lo colocaron en la cúspide de mi mayor altar.
Meditaba en voz alta aunque al parecer hablaba conmigo. Le inquietaba la necesaria adopción de la niña—viuda y su retoño. Al menos, pensaba, hasta que ella rehiciera su vida y el niño encauzara su vida en el estudio.
La figura enhiesta, casi inmóvil mientras tensaban las cadenas y luego cuando con barretas y picos atacaron la cabina donde se hizo el inesperado milagro.
El camión, no recuerdo si Chevrolet o Ford, tenía el estribo interior, dejaba un hueco entre el asiento y la portezuela, suficiente para alojar a un perro pequeño o un gato grandote.
Tras el rescate y sin lesiones pero eso sí con un susto que lo hizo orinarse apenas al ponerse de pie, el operador hizo la curiosa narración de su aventura:
Sentado, vio cómo la montaña se deshacía y caía sobre el volquete. Dio por supuesto que no podía huir en reversa porque habría una fila en espera de carga. Cierto, pero los choferes salieron corriendo para protegerse y de hecho, inaudito, el único afectado fue el que encabezaba la línea.
Sintió, más que mirar, el aplastamiento del carro. Instintivamente se fue deslizando hacia el hueco de la puerta y allí, hecho bolita, empezó a tener dificultad para respirar, todo alrededor era lodo y oscuridad.
Con auténtico asombro nunca sintió miedo, tampoco vio pasar su vida y siempre, hasta perder totalmente la consciencia, estuvo pensando en su esposa y su hijo a los que, estaba seguro, vería al terminar sus labores.
No supo cuánto tiempo estuvo privado de los sentidos, pero recordaba con precisión el momento en que un aire muy frío lo despertó a la vez que escuchaba un ligero silbido del aire que entraba a la caseta.
Cuando arrancaron la puerta de su lado, se desdobló sin sentir molestia pero con un incontrolable deseo de orinar. Sin quererlo y a la vista de todos, manchó su pantalón. Creo que a nadie le importó y quizá ni lo notaron.
Palmadas, bromas, algunos de los presentes dejaban escurrir lagrimas sobre los cachetes terrosos de la jornada, reían y curiosamente, salvo el gran abrazo de mi padre, nadie mas exacerbó su alegría. La felicidad se respiraba.
En tanto se libró de felicitantes y más, se unió con su esposa y su niño y, bueno, reflejo laboral condicionado, solicito permiso para irse a descansar.
En tres días no supimos nada. Se le había enviado con un médico familiar que lo revisó y lo dio de alta en perfecta salud. Fue a darle las gracias por el empleo a mi padre y a explicarle que su esposa tenía miedo a que volviera “a la chafireteada”.
Esa grandiosa imagen de mi padre, sin perder la compostura pero con los sentimientos a flor de piel, ha sido mi apoyo, mi consuelo y mi meta en momentos en que la vida me impuso una prueba. Que las ha habido, muchas, lo aseguro…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.