No se aparece Miauricio, ese tigre de mi jardín cotidiano. No maúlla, como siempre lo hace, para advertir su presencia y reclamar su comida.
-Seguro anda de coqueto con una gata –dice la mujer de hoy y siempre.
-O lo mataron. Envenenado o atropellado –se alza de hombros la mujer del aquí y el ahora.
-No lo han dejado salir sus dueños, eso es –afirma convencida la mujer incondicional que pone condiciones.
Ya van tres mañanas que no veo a Miauricio funambular por la barda, bajar la escalera de caracol y maullar para apurarme a abrirle y estar atento a sus exigencias. Demanda ser alimentado de inmediato. Es gato, y debe ser cuando a él se le antoje. Nunca he sido de gatos, pero los empiezo a conocer: son pachás cuando quieren e indiferentes y elusivos cuando quieren.
-¿Qué vas a hacer? –me pregunta la mujer del ayer y la nostalgia.
-Vender los sobres de comida, supongo.
A ninguna le gusta mi respuesta. Me ven como a un padre cínico que abandona a sus hijos.
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