Por Alfredo Acle Tomasini
Todos ganaríamos y sería una muestra de madurez institucional, si cada Plan Nacional de Desarrollo empezara con una sección donde se hiciera un balance serio del anterior. Aprenderíamos de los fracasos y capitalizaríamos los éxitos. Sin embargo, la dinámica política hace del País un ave fénix que renace cada seis años de la mano de su temporal salvador. Esa lógica de resurrección, aunque exacerbada, es la que inspira al Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024.
Como muchos analistas lo han hecho notar, hay marcadas diferencias en cuanto a enfoque, metodología, estilo, incluso formato, entre el primer tomo del PND de sesenta y cuatro páginas, que al parecer fue elaborado en la Oficina del presidente, y el segundo tomo, que aun cuando en la Gaceta Parlamentaria se enuncia como anexos del primero, parece otro documento distinto, más apegado a los cánones de un proceso de planeación y que según se ha difundido fue redactado en la Secretaría de Hacienda.
Es claro que el documento presentado por López Obrador no se ajusta a los mínimos estándares para considerarlo como un plan nacional. Se trata en esencia de un manifiesto político que repite buena parte de los argumentos retóricos que utilizó a lo largo de su campaña e integra programas y proyectos que ya ha puesto en marcha.
Pese a esto, vale la pena examinar el documento para entender, a través de su lectura, la forma cómo López Obrador comprende la génesis de la problemática nacional y cómo pretende modificarla hasta lograr al término de su mandato lo que, según él, será la cuarta transformación del País. De esta manera, podemos deducir cómo, en su carácter de jefe del Poder Ejecutivo, concibe el escenario donde se desenvuelve, cómo es y en qué basa su proceso de toma de decisiones y, sobre todo, cómo este determinará el rumbo de su gobierno y afectará la marcha de la Nación.
López Obrador concibe su mandato como un amanecer después de “la larga y oscura noche del neoliberalismo” que se extendió de 1982 a 2018. Antes de ella el desarrollo estabilizador había permitido alcanzar tasas de crecimiento arriba del 6%, pero las crisis financieras de 1976 y 1982 hicieron colapsar este modelo económico que se basaba en una activa participación del gobierno en la economía, el control estatal de sectores denominados estratégicos, la sustitución de importaciones, los precios de garantía, subsidios generales(¿) y la construcción de infraestructura con recursos públicos.
Sin embargo, López Obrador nunca se pregunta si la crisis de 1976 fue, en gran medida, la consecuencia de haber alargado la estrategia del desarrollo estabilizador, pese a que desde principios de los setenta ya mostraba claros signos de agotamiento, como fue la deuda adicional que anualmente se contrataba con el Banco Mundial para mantener sin cambio los precios de los hidrocarburos, la electricidad y el azúcar. Mientras que el esfuerzo hecho para industrializar al País no logró traducirse en una fuente de generación de divisas dada la falta de competitividad de la industria nacional cuya rentabilidad dependía, en buena parte, de la protección arancelaria.
Para él, durante ese lapso de treinta y seis años no ocurrió nada positivo. El Estado se replegó, se redujo el sector social, se abrió la economía, se mermaron o eliminaron derechos laborales, se cancelaron los subsidios generales a cambio de ayudas clientelares, se parcelaron las facultades del gobierno en órganos autónomos y comisiones, y este abdicó sus potestades transfiriéndolas a instancias internacionales. Todo esto produjo un crecimiento magro, surgió una oligarquía político empresarial que maquinó sucesivos fraudes electorales, se agudizó la mala distribución del ingreso en términos individuales y regionales, aumentó la pobreza, se rompió el pacto social posrevolucionario y se generó una mayor corrupción. Hasta que, el primero de julio de 2018, ocurrió “una sublevación legal, pacífica y democrática fruto de una paulatina toma de conciencia; el pueblo se unió y se organizó para enterrar el neoliberalismo”.
López Obrador atina al señalar algunas de las asignaturas pendientes del neoliberalismo, que desde hace años han sido objetos de crítica en ámbitos académicos y políticos. Pero, a diferencia de lo que ocurre en Europa y Estados Unidos, donde a partir de entender el escenario actual y de cara al futuro, se plantean estrategias para atender y revertir los efectos que han tenido las políticas neoliberales, él prefiere mirar hacia atrás. Su obsesión por señalar a los culpables del desbarajuste, como él define la situación actual del País, y su nostalgia por un pasado idealizado, le impiden darse cuenta de que este es irrepetible y de que durante esos treinta y seis años el esfuerzo de millones de ciudadanos permitió que el País avanzara en muchos frentes, además de que este evolucionó de manera notable, en términos económicos, demográficos, sociales, políticos y en su relación con el exterior, porque fue inevitable que México se incorporara al proceso de globalización.
Incluso, durante ese lapso, la estructura institucional del Estado mexicano se modificó con la creación de órganos autónomos y comisiones, que son depositarios de funciones estatales, no para debilitar la acción del Poder Ejecutivo, como lo juzga López Obrador, sino para que dichas funciones se lleven a cabo de manera eficaz, imparcialmente y con transparencia, lo que en suma constituye un valioso avance democrático que no podemos darnos el lujo de tirar a la basura.
Este conjunto de elementos le darían a un jefe de Estado del segundo decenio del Siglo XXI, los antecedentes y las coordenadas para plantear su plan de gobierno en el que, sin perder de vista su temporal rol de estafeta, que no dueño, del Poder Ejecutivo, imprimiera su visión del desarrollo del País y planteara los grandes objetivos nacionales y las estrategias para alcanzarlos.
Desafortunadamente, el proceso de toma de decisiones de López Obrador no parece partir de un análisis concienzudo de la información disponible, de los antecedentes y menos aún de sus costos y posibles implicaciones en la economía y la sociedad. Da la impresión, de que él racionaliza a posteriori decisiones que tiempo atrás ya había tomado de manera intuitiva. Para ello, crea una narrativa seleccionando hechos aislados como base para elaborar los argumentos que le sirvan para justificarlas y venderlas políticamente, sin importarle que estos sean infundados, parciales o estén equivocados.
El proceso de planeación es un continuo que va de lo general a lo particular. Parte de un plano estratégico, pasa por uno táctico y termina en un nivel operativo. Corresponde a los puestos de mayor jerarquía de cualquier organización, en este caso la jefatura del Poder Ejecutivo y el gabinete, la responsabilidad de definir el rumbo, los objetivos y las estrategias para lograrlos. Más adelante, los secretarios traducirán estas en acciones tácticas al elaborar sus sendos programas sectoriales y en acciones operativas al momento de plantear los presupuestos anuales de sus dependencias.
Pero, por lo que a diario se informa en las mañaneras y se lee en el Plan Nacional de Desarrollo, se observa que al tomar decisiones López Obrador se desenfada por completo de ese método deductivo. Así, él pasa de una idea vaga que conceptualiza de manera intuitiva a una decisión operativa, que bien puede calificarse como ocurrencia. Por ejemplo, el supuesto de que la entrega de dinero a los estudiantes de las secundarias públicas hará que se alejen de las redes de narcotraficantes, fue suficiente para iniciar un programa social que cuesta miles de millones de pesos, sin que mediara ningún análisis previo y menos aún se realizara un ensayo que sirviera para probar la tesis sobre la que descansa dicho programa y, sobre todo, para valorar sus implicaciones en el desarrollo y conductas de los alumnos beneficiados.
Es claro que López Obrador actúa fundamentalmente en un plano operativo. Muchas de sus decisiones atienden el corto plazo y están basadas en información escasa o carecen de un marco de referencia que las sustente y ponga en contexto. Por ejemplo: decide edificar una refinería sin antes elaborar el programa energético, ordena construir un tren, un nuevo aeropuerto y cancelar la construcción de la principal terminal aérea del País, sin contar con los programas de transporte, turismo, ambiental y de desarrollo urbano, y sin tener un estudio serio que justifique dichos proyectos. Cancela el Programa de Estancias Infantiles sin antes evaluar sus consecuencias en los padres de familia, en especial las madres solteras. Ofrece su voluntarismo mágico como la garantía que eliminará cualquier obstáculo y asegurará que todo se cumpla en el plazo por él fijado. Desoye las voces de los expertos que piensen en contrario, aun si él mismo les solicitó su opinión.
Justin Kruger y David Dunning, de la Universidad de Cornell, observaron que los individuos que carecían de habilidades y conocimientos tendían a sobrevalorar sus aptitudes y capacidades, al grado de considerarse más aptos e inteligentes respecto a quienes sí eran competentes. Por el contrario, las autovaloraciones de estos fueron más certeras.
En la práctica, este sesgo cognitivo, que se bautizó como efecto Kruger-Dunning, conduce al individuo a interpretaciones ilógicas e imprecisas de la realidad, que pueden hacerlo incurrir en juicios y acciones equivocadas.
En el caso de un jefe de Estado, esto podría derivar en decisiones que no tengan racionalidad y que, por ende, pueden implicar riesgos financieros para las finanzas públicas, afectar el funcionamiento del aparato estatal y la economía o, de plano, no resolver, y quizá empeorar, los problemas que en principio se buscaban solucionar.
El salvaguardas para la sociedad frente a esta posibilidad es su madurez democrática y fortaleza institucional. El gabinete, el Congreso, los medios y la fuerza de la opinión pública actuarían como filtros y contrapesos para evitar perder el rumbo o, al menos, aminorar los daños, como medianamente ha sucedido con Trump. Pero, en nuestro caso, un gabinete de bajo perfil deliberadamente escogido para servir de comparsa y un Congreso al servicio del presidente, crean en la sociedad una sensación de incertidumbre y desconfianza porque se advierte la falta de sustento de muchas decisiones que comprometen montos importantes de recursos públicos, porque se conoce la gravedad de nuestros problemas, y porque se sabe de los riesgos que nos esperan en el camino. Ante las señales de alerta no extraña que en muchos ámbitos —dentro y fuera de País— la recomendación sea actuar con prudencia.
Nadie quiere que el presidente fracase, pero para que le vaya bien debe hacer las cosas bien. Decirle que está equivocado, no se inspira en una crítica sin sustento, sino en el conocimiento y en la convicción de que los errores de un presidente no los paga él sino el pueblo. Ya lo vivimos varias veces. Incluso, seguimos pagando equivocaciones que pudieron evitarse.
Pero López Obrador está más cerca de emular a aquellos que critica, que a los personajes históricos que tanto admira. Si él busca algún denominador común de las crisis que padeció el País en los últimos veinticinco años del siglo pasado, encontrará que quienes eran presidentes se encerraron en un círculo muy pequeño, incluso su oído se hizo tan selectivo que se deshicieron de aquellos colaboradores que los incomodaban. Insultar, poniéndoles calificativos a quienes lo critican, sin tomarse la molestia de comprender sus argumentos, es equivalente al “ni los veo, ni los oigo” de Salinas. Este, empeñado en un rumbo, desoyó y asedió a las voces que le advertían que la nave hacía agua, como ocurrió con El Financiero de aquel entonces, o con Excelsior y Echeverría, o con Proceso y López Portillo y, ahora, al parecer, con el Reforma. El síndrome de estos casos es el mismo: arrogancia y una falsa sensación de superioridad moral e intelectual respecto a los demás.
Algunos analistas insisten que será la realidad quien espabile a López Obrador de su autocomplacencia y lo haga modificar su manera de gobernar. Pero, preocupa que esto suceda después de que el autobús se haya estrellado contra la pared. Como inevitables pasajeros de nuestra realidad nacional y después de observar que el conductor ha hecho varios giros temerarios que nos han erizado la piel, no podemos ignorar los peligros que nos depara la travesía y esperar a que el recuento de daños nos dé la razón.
Desde ahora debemos levantar la voz, argumentar con razones en donde podamos, sumar esfuerzos para hacernos escuchar. Hoy como nunca, le toca a la sociedad civil mexicana servir de dique para conducir a los poderes públicos, para evitar que desandemos el camino, para capitalizar las lecciones que hemos aprendido, para demostrar que la fuerza de cambio de un país no radica en su gobierno sino en su sociedad y que mientras esta sí trasciende y evoluciona en el tiempo, los presidentes se sucederán perdiéndose en la memoria. Estos podrán redactar planes, pero no escribir la historia y menos aún, anticipándose a ella.