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Las alumbradas

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El libro de la guerrerense Vanessa Hernández, es una novela sobre cuatro hermanas rodeadas de eventos extraordinarios: Evelina, Faustina, Laureana y Lena, quienes luchan por encontrar su lugar en el mundo, lejos de la seguridad de la hacienda Las alumbradas. Aquí una probadita… Soma/Diario de Yucatán.

Guerrero, principios del siglo xx. Una tragedia cambiará para siempre el destino de la familia Fernández. Tras la muerte de la señora Micaela y la pequeña Milena, don Ismael tendrá que seguir adelante con sus cuatro hijas, quienes entran en la madurez de manera forzada. Esta es una novela sobre cuatro hermanas rodeadas de eventos extraordinarios: Evelina, Faustina, Laureana y Lena lucharán por encontrar su lugar en el mundo, lejos del calor y la seguridad de la hacienda Las alumbradas. 

Aunque Lena era feliz, realmente feliz, aquella mañana parada en lo alto de uno de los cerros que bordeaban la hacienda, extendió la mirada más allá del conocido páramo y deseó, como solo una bruja puede hacerlo, que le pasara todo.

Todavía la Revolución era un sueño lejano para el observador de aquel caos incipiente que tomaba forma primero en la promesa de una modernidad necesaria que elevaría al país al pináculo merecido.

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El polvo y la sangre de años anteriores que persistían sobre el suelo se limpiaban constantemente y en el caso de no lograr su extinción, se minimizaban anteponiendo otras prioridades. Las creencias que imperaban entre los mexicanos y que habían domesticado a la mayor parte de la población eran otra forma de sosiego ante cualquier amenaza de sublevación rural. Aun así, debajo de la mesa más sofisticada y en la silla vacía de la casa más pobre había una verdad que ni toda la fe amontonada podía ocultar: al país se lo estaba llevando la chingada por una u otra cosa.

Esta historia empezó con el deseo de una mujer y el amor que creció en ella por la tierra donde nació. La suerte quiso que Lena naciera bajo el sol de Guerrero, probablemente uno de los estados más calientes de todo el país. Cualquiera que hubiera visitado, por voluntad o mero accidente, aquella tierra, habría constatado el carbón ardiente que bajo sus pies se movía, sobre su cabeza, después frente a sus ojos y finalmente dentro de ellos. El sol de Guerrero, pero en especial el sol de Acapulco, era un incendio, el sol mismo naciendo desde otra dirección. Arder en tierra sureña era voluntad y meta. Lena, por el contrario, rara vez sudaba en comparación con sus hermanas que, incluso viviendo desde su gestación bajo aquella tierra, soportaban menos de un par de minutos bajo el sol antes de comenzar a expulsar gruesas gotas de sudor por todos los poros de sus cuerpos.

Si el tiempo en las principales capitales del país se movía con rapidez, se diría que incluso con ganas de adelantar los eventos que harían la historia, no ocurría igual en Las alumbradas, donde cada acto que se gestaba dentro de la hacienda y en sus alrededores tenía la cualidad de sacudir solo las vidas de quienes lo testificaran; así ocurría salvo con la ausencia de mujeres Fernández, suceso en suma relevante que llegó a convertirse en motivo de especulación. Así podía constatarlo don Ismael, quien sabía la historia de las cinco generaciones que lo precedían. A pesar del fecundo árbol genealógico de la familia Fernández, ninguno de aquellos antepasados había nacido bajo el techo de Las alumbradas. Solo hasta que don Ismael se casó con Micaela y tuvieron a su primera hija, la hacienda recibió en sus márgenes el primer nacimiento de una Fernández. La llegada de aquella niña provocó el surgimiento de un fenómeno que otorgaría, desde aquel primer nacimiento y a todos los que ocurrieran dentro de las paredes de la hacienda, la herencia de diversos dones.

En Las alumbradas los indios e indias mexicanos vivían una existencia de consideración y afecto comandado en primera instancia por el propio don Ismael. Aunque no todos los hombres y mujeres trabajaban dentro de la propiedad, la mayoría se encontraba sujeta a ella por algún motivo. El respeto y aprecio que don Ismael sentía por la tierra que había sido de sus padres y antes de sus abuelos lo hacía querer consecuentemente a los indios e indias que habían hecho del páramo circulante a la hacienda su hogar. A diferencia de otros empleadores que abusaban elocuentemente de sus trabajadores, don Ismael pagaba con justicia las horas que estos trabajaban la tierra e incluso los animaba a hacerse con las suyas prestando su nombre en caso de que por su origen les fueran negadas. Como agradecimiento, los indios trabajaban con placer las tierras en donde no eran vistos como mano de obra prescindible y sus nombres, por complejos que fueran, merecían ser evocados con el mismo respeto que aquellos de origen español. Las indias, por su parte, compartían con las hijas de don Ismael sus talentos más privados. La cocina, la medicina tradicional, e incluso las artes que el ojo no podía explicarse, fueron algunas de las bondades que las indias volvieron materias de primer orden al lado de habilidades menos fecundas pero más solicitadas como el punto de cruz o el preparado de turrón.

De todas las hijas de don Ismael fue Lena quien mostró mayor comprensión en las artes cósmicas y terrenales que las indias infundían en las hermanas. Pronto la precocidad de Lena le permitiría poner en práctica lo aprendido cuando durante el quinto embarazo de su madre esta sintiera más dolor del que una mujer por parir podría esperar. Pasaba del mediodía cuando Micaela comenzó a padecer los dolores habituales de parto. Para su mala suerte, desde la noche anterior había comenzado el torrencial más largo del que se tenía memoria y el cual no se detendría ni al día siguiente, ni durante las próximas dos semanas.

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Los que recuerdan aquellos días dicen que antes de caer la primera gota vieron cómo en el cielo se dibujó con nubes una enorme serpiente de lluvia. El pueblo, que creía en lo visible y en especial en lo que no tenía forma física pero podía percibirse y entenderse con otros ojos, predijo que la serpiente en el cielo devorando el horizonte de la noche no era otra cosa que el anuncio de una catástrofe que caería sobre Las alumbradas.

Ni las indias más experimentadas, ni el doctor que alguien logró traer desde el pueblo más cercano, lograban calmar los dolores de parto de Micaela, que pasaron de escucharse solo en algunas habitaciones de la propiedad, hasta abarcar los alrededores y más allá de los cerros circundantes de Las alumbradas. Entonces, ante la vista de todos, Lena bajó a la cocina, tomó las tijeras de costura que solían guardarse en uno de los cajones de la alacena y subió de regreso a la recámara de su madre. Luego, y sin saber cómo una niña de ocho años era capaz de girar el cuerpo de una parturienta, la vieron deslizar bajo el colchón de su madre las tijeras previamente abiertas.

El dolor que hacía algunas horas Micaela apenas había soportado se interrumpió al instante permitiendo, bajo aquel episodio de calma, la llegada de la quinta hija de don Ismael. Milena llegó al mundo acompañada por una corriente de sangre y vísceras que parecían, por su tremenda cantidad, provenir de al menos cinco mujeres y no solo de aquel cuerpo menudo de menos de un metro sesenta. Poco tiempo después se sabría que el dolor sufrido por Micaela había anticipado una muerte sobre la que ningún remedio humano o divino tendría potestad. Mientras tanto, y mucho antes de sufrir la pérdida de su esposa, don Ismael celebró con alegría el nacimiento de otra hija más.

Al contrario de otros hombres que se deslindan de la educación y crianza de sus hijas, don Ismael disfrutaba ocuparse de ellas y participar activamente en la crianza de cada una. Durante años las generaciones de los Fernández habían sido lideradas por hombres y ninguna mujer. La ausencia de hijas había llevado a creer que los Fernández estaban pagando alguna suerte de pecado dada la poca religiosidad con que impregnaban sus existencias al negarse a participar en las fiestas patronales que se celebraban en otras comunidades. Los más maliciosos habían jurado que antes de que naciera la primera mujer Fernández la familia de hombres terminaría extinta por algún pecado. Había quien apostaba el aniquilamiento por causa de una futura mujer que llevaría a la familia Fernández a la locura o matanza como en la historia de Caín y Abel.

Quizá porque mucho se promovió el odio parental o porque el destino responde al llamado, más por diversión que por perversión, fue que nació cuarenta años atrás Virgilio Fernández. La presencia del joven terminó enloqueciendo por su belleza, más que a las mujeres, a los hombres que tanto hablaron de la carencia de mujeres Fernández. Bastaba con que Virgilio visitara los alrededores para que su olor natural embriagara a quien tuviera el infortunio de encontrarse a una distancia corta. Caporales, capataces de mano dura, revoltosos de mecha corta, todos sin pedir tregua caían ante el encanto de Virgilio que ni siquiera buscaba el enamoramiento comunitario ni la justicia para los hermanos, tíos o abuelos vejados.

Hubo quien se apersonó en Las alumbradas y pidió audiencia con el apuesto Virgilio solo para ser rechazado y buscar algún afecto súbito que padeciera el mismo desamor que procura el desprecio. La historia del efebo Fernández terminó ilustrando el daño que provocan las habladurías para quien las propagaba. Del final de sus pasos nadie logra dar suficientes pruebas, hubo quien juró haberlo visto volar de regreso al cielo, y quien lo vio enterrarse en el hueco más caliente de la tierra para sentarse al lado del de dos cuernos. La verdad resultó más simple. Virgilio el apuesto terminó perdiendo la belleza con el paso de los años del modo más honroso posible, sin apenas preocuparse, sin prestarle más atención de la que los admiradores le dieron. Fue el esposo devoto de una sola mujer con quien tuvo, para no contrariar el hilo de la historia, otro varón.

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Pasado algún tiempo después del parto, y sin que Micaela mostrara todavía algún signo de su futuro, se celebró una fiesta en honor de Evelina, la primogénita de don Ismael. Para la mayoría de las jovencitas de cierta edad, cumplir catorce años sin ser raptada, violada o forzada a una maternidad representaba todo un logro. No asombraba que las adolescentes de diez a doce años, indias y mestizas por igual, e incluso algunas españolas, tuvieran ya uno o dos hijos a su cuidado. El panorama para las mujeres era poco esperanzador. Llegar virgen a los catorce era una victoria.

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La celebración tuvo como propósito, además de festejar la edad de Evelina, dar la bienvenida a la menor de las hermanas Fernández, Milena. Si un mes antes el cielo casi se venía abajo en la forma de un aguacero continuo, hoy no había una sola alma en el páramo que no contara entusiasmada los crisantemos de pólvora que iluminaban ese firmamento. El croar de los sapos y ranas o el ruido característico de las iguanas, e incluso el de algunas cigarras que insistían en llamar a la lluvia, fue silenciado por los fuegos artificiales. El cielo sobre Las alumbradas brillaba con tal fuerza que resultaba lógico comprender por qué le había sido dado aquel nombre.

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Dispuestas como otro racimo, se encontraban al pie de las escaleras las hermanas Fernández, a excepción de Milena, la recién venida al mundo, y de Lena, a quien ni los festejos ni demasiada gente solían agradarle. Seguro de que estaba cabalgando o escondida en algún recoveco del páramo, don Ismael mandó por ella. Esta vez Lena no había buscado el aislamiento sino la observación. La presencia de Lena en lo alto de los cerros que resguardaban la bahía no correspondía a ninguna causa lógica: su visita, como muchos otros eventos que realizaba en los márgenes de la más intrínseca intimidad, transitaba en espacios lejanos a las leyes creadas por los hombres o, dicho de otro modo, a las reglas establecidas por su padre y secundadas por su madre y hermanas.

Plantada en lo alto del cerro en el que su deseo la había colocado, Lena observaba entusiasmada cómo los navíos entraban y salían del puerto primero como puntos y luego como verdaderas casas flotantes cuyo interior era un misterio. Se preguntaba qué traían consigo y qué se llevaban. Aunque ninguno de ellos era el Galeón de Manila, ni su ruta era medianamente cercana a la que alguna vez Urdaneta planeó, la visita de las siguientes embarcaciones imitaba el propósito del intercambio o, mejor aún, el sueño del viajero que traza rutas sobre la movible Tierra e intenta establecer en la nueva conquista su propia firma. Todavía y al paso de los años podía encontrarse en el puerto, en sus poblaciones circundantes e incluso lejos de él, objetos cuya ancestral composición delataba su origen asiático. Lena quedaba cautivada por las vasijas que eventualmente llegaban a sus manos gracias a la compra que su madre había hecho con algún comerciante.

Especial interés le merecían las prendas que ocasionalmente se sumaban a la compra junto con un abanico, las cuales analizaba con el apetito que solo una costurera podría tener. Así como las artes de la magia le habían resultado naturalmente fáciles de interpretar, la costura que también había aprendido gracias a las indias se encontraba en el mismo espacio. A diferencia de sus hermanas, solo Lena disfrutaba realmente el oficio de la aguja en la tela, trazando a su manera un camino invisible que une al deseo con el hecho. Por tanto, cuando Lena dedicaba horas y horas a la inspección de esas naves e imaginaba lo que traían consigo, no solo lo hacía con el espíritu de una niña curiosa, sino como una aprendiz en el oficio, y fantaseaba con las telas que un día, además de llegar al puerto, lo harían hasta sus propias manos.

Aunque los damascos, tafetanes, rasos e incluso mantelería fina hacían soñar a Lena, era lo que aún no conocía lo que la impulsaba al viaje. En el corazón de Lena no eran los hilos de oro o plata que tenían algunas telas los que iluminaban su interior, sino las rutas invisibles que seguían hombres y mujeres en pos de lo desconocido.

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Su mirada inquieta replicaba la línea curva que trazaban los navíos cuando aparecían en el horizonte y llegaban hasta la orilla geográfica donde concluían el viaje, finalmente anclados. Los ojos de Lena imaginaban un continente remoto, un lugar al que solo podía ingresar a través del trance. Cuando se lo proponía, se imaginaba alguna de las rutas, aunque elegía permanecer anclada a lo conocido, a la tierra que la había visto nacer, al lugar donde estaba fincada, además de su vida, la de quienes amaba. Se contentaba con soñar las posibilidades de una travesía a bordo de aquellas casas flotantes y se veía a sí misma como un artefacto de fantástica composición de los que había admirado. La imagen no duraba lo suficiente, por mucho que un trayecto alimentara su curiosidad, su amor por la hacienda se imponía alejándola de la idea de abandonarla.

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