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La mujer que decía malas palabras

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Relatos dominicales

Miguel Valera

La vi por primera vez en el Parque Masayoshi Ōhira de la colonia Country Club, en la Ciudad de México. Quería estar solo y terminar de leer El Yo prohibido, un libro que me había regalado mi amigo Carlos Duayhe. “Tienes que leerlo; la narrativa de Elías Chávez es única”, me dijo. Tenía un par de horas libres antes de pasar a comer a Los Girasoles, en Corredores 43. Me senté en una banca, rodeado de ciruelos, sauces y pinos, cuando una luz radiante apareció a mis ojos.

Había terminado de leer “El último presidente de la Revolución”, el primer capítulo del libro y en mi mente estaban las imágenes del viejo José López Portillo hablando de su amor por Sasha Montenegro, en Posadas, Argentina y de los planes para encontrarse en Barcelona. Esa mujer —la que aparecía a mis ojos en ese jardín capitalino—, me dije, no puede ser real. Quizá sea Eco, pensé, la ninfa más bella del Olimpo, la misma que distraía a Hera, para que Zeus jugara al amor con otras ninfas.

Se acercó a mi banca y me preguntó si podía sentarse. ¡Por supuesto!, le contesté, abriendo espacio. Ahí vi por primera vez sus ojos color avellana impresionantes. Recordé lo que una vieja amiga de la universidad, que se quería especializar en iridología, una técnica de medicina alternativa, me había dicho: las personas con ojos color avellana son impredecibles, aman la diversión, son muy accesibles y acogedores. Además, me sentí con ventaja, al darme cuenta que estaba triste por algo. No me equivoqué.

No les contaré lo que pasó en las siguientes semanas ni a los lugares a los que fuimos ni cómo se fundieron nuestros cuerpos, voces y espíritus. Vivimos una época de amor sublime hasta que llegaron las “malas palabras”. Sí, de pronto, esa mujer hermosa y entregada empezó a “mentar madres”, a decir palabras obscenas, inapropiadas, lo mismo en el restaurante, en el teatro o a los vecinos o familiares que la visitaban.

¿Todo bien?, le preguntaba, para que no pareciera regaño o desaprobación de mi parte. “No sé que me pasa; esas palabras son impulsos, como cargas eléctricas que salen, que no puedo contener”, me dijo. Tardamos mucho tiempo, lo reconozco, para llegar al diagnóstico adecuado que nos lo dio un psiquiatra reconocido de la colonia Condesa: se trata del síndrome de Gilles de la Tourette, que tiene entre sus características la coprolalia, las malas palabras, apuntó.

Es un desorden hereditario, acotó. El primer caso descrito por Gilles de la Tourette fue el de la Marquesa de Dampierre, una dama de la nobleza francesa quien inició su enfermedad a los 7 años y que persistió con ella hasta su muerte a la edad de 80 años.

Mi vida con Natalia nunca volvió a ser la misma. A pesar de las cajas y cajas de clonidina, guanfacina, topiramato y levetiracetam, entre otras tantas, su vida no regresó a la normalidad. Se aisló, me aisló y cayó en una profunda depresión que la llevó a la muerte. La conocí un 14 de febrero, en un parque que se había inaugurado un 14 de febrero, aunque de 1942; murió un 14 de febrero y escribo en su memoria esta tarde fría, como mi alma, de un 14 de febrero. 

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