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Tomar unas cervezas

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La de esta semana

Gerardo Galarza

A mediados de los años setenta del siglo pasado, es decir hace poco más de 40 años, un tal James D. Cockcroft era una especie de rockstar, mucho más que best seller, entre los estudiantes de las llamadas ciencias sociales de las universidades públicas mexicanas, empezando por la UNAM.

​Era uno de los primeros “mexicanólogos” gringos reconocidos acá. México era entonces motivo de estudio y de denuncia. Años antes, Oscar Lewis había sorprendido y molestado a las élites nacionales con Los hijos de Sánchez.

​Cockcroft había escrito nada menos que el libro vuelto de texto obligatorio Precursores intelectuales de la Revolución Mexicana, editado en México por Siglo XXI Editores en 1971, entre otros más de 25 títulos sobre minorías en Estados Unidos, derechos humanos, México, inmigración, América Latina, asuntos internacionales y temas multiculturales. Su doctorado (1966) en historia, ciencias políticas y sociología en la Universidad de Stanford sí le daba para eso y un poco más.

​Por eso, en 1999, en la primera salida de un convalecencia que lo alejó de su Redacción algunas semanas, el escribidor fue bobear a una librería y de repente vio una portada azul dodger con la figura de Fernando Valenzuela, los brazo en alto, la mirada suya hacia el cielo, la pierna derecha levantada a medio camino a punto de lanzar un screwball, con el título Latinos en el béisbol, y se enamoró. La sorpresa era el autor: James D. Cockcroft y la editorial tan seria, la misma de su célebre libro.

​Por ello se impuso la compra inmediata. ¿Qué carajos hacia el famoso historiador, politólogo y sociólogo escribiendo de béisbol? Parecía, parece, un sacrilegio. Es probable que muchos de sus lectores así lo hayan interpretado y por ello no tuvo el éxito de otros de sus textos.

​En resumen, es una historia y un análisis de la discriminación que han sufrido los beisbolistas latinoamericanos y los negros –y doblemente los latinoamericanos que son negros—en el beisbol de las Grandes Ligas de Estados Unidos, donde hoy es inconcebible un partido de ese nivel sin jugadores con apellidos en español o de piel color negra, como ya lo era hace 20 años. Y por supuesto un gran alegato contra la segregación, lleno de datos y anécdotas beisboleras.

​En él, Cockcroft desmonta el mito de la invención estadunidense del beisbol por el general Abner Doubleday en 1839 en la población Cooperstown, Nueva York. A esa leyenda la llama un cuento de hadas basado en el nacionalismo y el racismo de la sociedad estadunidense. Y sostiene que mucho antes, los indios siboney de Cuba y los caguama de Puerto Rico, así como otras civilizaciones de Centroamérica y México ya jugaban algo similar al beisbol actual, y golpeaban pelotas con palos.

​Escribe sobre las Ligas Mayores, pero también sobre las Ligas Negras y la Liga Mexicana de Beisbol, aquella de Jorge Pasquel, que compitió en contratos con las Ligas Mayores y trajo a peloteros blancos de Grandes Ligas, a negros de las Ligas Negras y a latinoamericanos negros, principalmente cubanos. De esa época, antes de que el negro Jackie Robinson llegara a las Ligas Mayores, recupera una frase de Willie Wells, short stop en las Ligas Negras, que jugando acá dijo: “Aquí en México, soy un hombre”. Y, por supuesto, hay decenas de historias de discriminación, y también de revanchas y triunfos de negros y latinos en la historia del beisbol, como aquella del gran Roberto Clemente quien decidió que sus respuestas a cualquier pregunta periodística serían, y fueron, en español. (En esos tiempos no había ninguna ONG que los defendiera ni era políticamente correcto que los negros y latinos de declararan hombres, sí hombres, con todos los derechos).

​Al escribidor le pareció que ese libro era “nota”. Y se propuso una entrevista desde su encierro. No tenía ningún número telefónico; ¡vamos!, ni siquiera sabía en qué universidad estaba Cockcroft. Hace 20 años, para quien no lo sepa o no lo crea, no existían o al menos no estaban tan desarrollados ni de tan fácil acceso los buscadores en Internet; no había redes sociales ni WhatsApp, ni qué ocho cuartos.

​A través de Siglo XXI Editores consiguió un correo electrónico, la gran y maravillosa novedad del momento, del autor. Y se aventuró. Escribió una carta explicatoria y anexó una serie de preguntas, traducidas al inglés por su entonces preparatoriana hija Claudia Beatriz, y la lanzó al mar como un botella con un mensaje.

​Y Cockcroft contestó… en perfecto español y como si fuera un viejo amigo. Y explicó que no había ninguna razón especial para escribir sobre beisbol, deporte del que se declaró aficionado: “claro que me gusta, pero también me gustan las corridas de toros, y ¿qué?”, fue su respuesta.

​Todo este recuerdo viene al caso, porque el pasado martes 16 abril James D. Cockcroft murió y el hecho pasó prácticamente desapercibido en México y en Latinoamérica, país y región a las que dedicó su vida.

​De aquella entrevista por escrito quedó pendiente el compromiso de la asistencia a una corrida a la plaza de toros México y ahí “tomarnos unas cervezas”, aunque nunca nos hayamos visto (hay una fotos suyas, con sombrero, en las que le dan un aire a Bob Dylan). ¡Salud, don James! por aquella botella sin destino que usted abrió y que al escribidor le devolvió su regreso y su creencia al periodismo, que a usted lector seguramente le vale un soberano cacahuate, es decir absolutamente madre.

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