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Sin reproches (cuento)

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Por Armando Ramírez

Fue miedo lo que sintió cuando pasó por su ventana una enorme nube de polvo blanco. Pasó silenciosa, ligera, lenta, fue una eternidad, tapó la visión a la calle, era sólo polvo blanco, y así como desaparecía iba apareciendo el miedo.

Nos estábamos peleando. Ella, celosa, me había estado gritando. Yo le dije: Está temblando; ella no me creyó, su reclamo era que me había visto con otra mujer en mi trabajo; le había contestado que yo era un periodista y que la mujer también era periodista y compañera de trabajo.

Desde hacía años era lo mismo: ella acusándome de infidelidad y yo negándolo una y otra vez…

El primer piso donde nos encontrábamos era de una vieja vecindad, que fue un palacete en el siglo XVIII, cerca del Paseo de la Reforma, pero en el barrio de Tepito. Ella dijo: ¡Dios mío! Y yo dije: ¡Vamos a bajar, ándale! Ella contestó: Sí, vamos a bajar.

Se había tranquilizado. Al darse cuenta del sismo, su estado de ánimo cambió, en la calle estaba serena, lúcida.

Una vecina lloraba, sus tres hijos la rodeaban angustiados. Ella se les acercó, el suelo todavía se movía, les dijo: Tranquila, mi reina; hijos, ya está pasando; papacitos, miren, no se cayó nada.

Cierto: en esa calle no había sucedido nada, pero cuando volteé hacia los edificios Tlatelolco descubrí de dónde había llegado la enorme nube de polvo. No veía el edificio Nuevo León, que desde el barrio lo mirábamos a simple vista.

No quise comentar nada, un trago de angustia resbalaba de mi garganta a mi estomago. Ella seguía consolando a los pequeños. Lo demás vecinos, decenas, semidesnudos, con rostros angustiados miraban las construcciones; más allá se escuchaban gritos de dolor. La miré, la abracé, no sabía cómo decirle que no veía el Nuevo León: ahí vivían su hermano y sus sobrinos…

Instalamos la cámara en el límite de la zona que los soldados habían sellado, lo que llaman la Zona Cero, es decir, en el corazón del derrumbe de la fábrica textil de la colonia Obrera. A lo lejos se veía una enorme grúa, cientos de brigadistas haciendo labores de desalojo del escombro de las construcciones; en el lado contrario, junto a una tienda de autoservicio con las cortinas bajadas, los brigadistas habían instalado sus tiendas con bolsas de alimentos, agua, medicinas, cascos y chalecos amarillos.

Los soldados no nos había dejado entrar al camarógrafo ni a mí; entonces decidimos, desde ahí, grabar mi narración de lo que veíamos. Fue cuando llegaron dos hombres fuertes, altos, morenos, con chalecos de la PGR: uno de ellos me dijo al oído si quería entrar y grabar. Le contesté que, si se podía, desde luego. Me dijo que había recibido órdenes de dar facilidades a los periodistas porque había mucha confusión en las informaciones que se estaba dando; más valía que uno viera y contara y no a través de mandos militares

Entramos, nos pusimos un casco y un chaleco que nos entregaron y nos acercamos a la montaña de escombros. Losas enormes que sirvieron de techo o de piso al edificio se habían deslizado hacia una escuela y estaban casi fundidas entre ellas, y sobre ellas y la montaña de escombros los hombres trepaban y sacaba cubetas con cascajo: el fervor de la gente se traducía en el deseo de que se escucharan gritos de auxilio desde el pie de la montaña.

El edificio se había llevado el fragmento de una escuela secundaria en el derrumbe, un edificio se había desmoronado tendiéndose sobre el patio de una escuela; al fondo se veían los salones abandonados en lo que fuera el primer piso, y la parte baja parecía ser un set de alguna película. Los brigadistas, una rama de los viejos topos, nos dijeron que escuchaban voces en los escombros. Entonces recorrí con la vista las planchas, muy anchas, de concreto y varilla, mirando a cuatro brigadistas que llevaban lo que llaman binomios: cada uno un perro educado para rastrear vida humana en los derrumbes, en este caso un edificio de una fábrica de textiles. Iban trepando, bajando, husmeando en los huecos oliendo vida.

En la cafetería, a una cuadra de ahí, cuando estábamos desayunando, el propietario del negocio nos comentó que ahí iban a comer los trabajadores textiles. Pensé en esos hombre y mujeres riéndose mientras trabajaban, y de repente se veían en la oscuridad sin poder moverse, volví a mirar la enorme montaña de escombros, de acero retorcido, bloques enormes de concreto, losas gruesas de los diferentes pisos comprimidos y, sí, yo también creí que había vida ahí abajo.

Volví a sentir miedo, impotencia, ese pavor que da el sentimiento de la fatalidad. ¿Cómo? ¿Cómo poder levantar esas toneladas de escombros? Tuve la sensación de que debajo de todo había seres humanos gritando, deseando que en la superficie los rescatistas los escucharan. ¿Por qué? Es la educación de los habitantes de esta ciudad. Se sabe que llegará gente y con su fuerza y fe luchará por levantar esas toneladas de escombro para salvar a los derrumbados.

Esa impotencia de ver toneladas de escombros sobre el Paseo de la Reforma, una enorme montaña cubierta por una nube de polvo, y ver salir de ella a un hombre, como si fuera enviado por los dioses, iba en pijama con su bebé en brazos. Me pregunta: ¿Dónde estoy?, y le contesto que en Paseo de la Reforma, y me dice: Comenzó a temblar y me metí con mi hijo debajo de la mesa.

Sí, el sismo lo había lanzado dentro de esa nube de escombros al Paseo de la Reforma. Siguió caminado desorientado. Fue cuando vi venir en reversa el auto del hermano de ella, bajó pálido, sudoroso, los ojos desorbitados. Me dijo: Los acabo de dejar a los dos con la muchacha. No supe qué decir, sólo miré la montaña de escombros. ¿Qué hacer?, ¿cómo ayudar?, ¿por dónde empezar? Eran preguntas que me hacía y no encontraba respuestas; el hermano de ella echó a correr para rodear la montaña de escombros.

Mi percepción: los edificios que se derrumban durante los sismos ya estaban en malas condiciones y debieron de haber sido deshabitados hace tiempo. No digo que esa sea la verdad, pero es lo que me ha tocado observar en 1985 y ahora en 2017, los dos un 19 de septiembre, el primero a las 7 con 19 minutos y el segundo a las 13 con 28 minutos, uno de 8.1 grados y el segundo de 7.1.

En el edificio Nuevo León, de la Unidad Habitacional Tlatelolco, ella y yo acostumbrábamos desayunar en una cafetería en los bajos de ese edificio y ella siempre se quejaba de que los trabajadores estuvieran enderezándolo. Lo que yo veía al pie del Nuevo León era un gran foso anegado y unas máquinas en funcionamiento, el edificio se veía ladeado, no me gustaba subirlo cuando visitábamos al hermano de ella.

Ella me preguntó: ¿Mi hermano, has visto a mi hermano? Yo le dije: Se fue por ahí hace un ratito, y señalé los escombros. Ella miró esa montaña y dijo: Fue la nube que vimos pasar desde la ventana. No dijo más. Vimos a su hermano salir de la nube de escombros, los dos corrieron y se abrazaron, lloraron y ella le dijo: Tranquilo, hermano, veamos qué hacer.

Y, sí, ella comenzó a organizar a una parte de los vecinos, instalaron una tienda de campaña de un vecino que practicaba el alpinismo, se conectó con otros grupos también organizados. No sólo eso, tendió puentes con los vecinos del barrio donde muchas vecindades habían sido dañadas: estaban a punto de derrumbarse.

Era gratificante ver a tanta gente acomedida, ir y venir con cubetas llenas de escombros; otros, cargando grandes bloques de concreto, llegaron con palas, picos, pero otros sólo utilizaban las manos.

Llegaron familiares de los que estaban sepultados, llegaron grupos de asociaciones políticas, culturales, deportivas y, como Dios les dio a entender, formaron la fuerza de rescate. Al caer la noche se dieron cuenta de que necesitarían pilas, lámparas, agua. Ella me dijo que, como pudiera, consiguiera auxilio. No funcionaban los teléfonos, no había agua ni energía eléctrica. Pensé en los compañeros del hermano de ella, que era trabajador de la Compañía de Luz. Conocía a uno de ellos que era también pintor, vendía sus cuadros en el Jardín del Arte en el Monumento a la Madre. Lo fui a buscar y le comenté. A la hora llegó con una cuadrilla de trabajadores de la luz con su equipo y herramientas, también llegaron grupos de pintores, de la Escuela de San Carlos, del Arte Acá en Tepito, de los feligreses de la capilla del Espíritu Santo, los grupos de civiles fueron creciendo, como también los vivos que andaban robando entre los escombros, agarraron a dos y los golpearon hasta dejarlos sangrando.

En la noche estaba sentado tomando una taza de café escuchando las noticias en un radio de pilas. Ella organizaba a las brigadas de este lado, sentía quererla una montón, era tan bella, tan comprometida, no le tocó vivir el Movimiento Estudiantil de 1968, pero narraba la noche del 2 de octubre, la noche de Tlatelolco, como si la hubiera vivido. No la vivió, pero cursó el bachillerato en el Colegio de Ciencias y Humanidades con maestros que habían estado ahí, organizó con unas artistas un taller de juegos artísticos para los niños. Cuando se quedó sola, la abracé, la besé, ella lloró y me dijo: Te quiero mucho. Nos abrazamos, y siguió diciendo: Cero reproches. No dije nada. Ella me tomó la cara y me besó y me dijo sonriendo: ¡Perdóname!

Atardecía, llovía, pensé en que los escombros se iban a remojar, a humedecer, y reblandecidos pesarían más, podían vencer la resistencia que los detenía y aplastar a las personas que estaban aún vivas debajo. Movimos la cámara para acercarnos lo más que pudiéramos a la montaña de escombros. Al ver todo eso, era imposible saber que antes había sido una fábrica textil. Entrevisté a jovencitas, eran de colonias populares y de los municipios conurbados a la Ciudad de México, eran casi niñas, una tenía dieciséis años, otra diecisiete, un jovencito de quince, y ahí estaban con sus chalecos, sus cascos, sus ropas y sus rostros empolvados. Miré las tiendas de campaña, tenían centenares de picos, palas, carretillas, toneladas de agua, comida, había jóvenes que pasaban con charolas de tortas, sándwiches, agua embotellada, barras de cacahuate, amaranto, botellas de suero, la ayuda había llegado muy rápido, todos se comunicaban con sus celulares por WhatsApp, Facebook, Twitter, por todas las redes sociales existentes, y la ayuda llegaba.

En uno de esos puestos oí una voz familiar. Mi corazón latió, nunca podría olvidar esa voz, ahí estaba coordinando, era ella, una mujer madura, cincuenta y seis años de edad, seguí siendo hermosa, su tono de mando, su mirada lista, sus labios gruesos, su pelo ensortijado, los ojos verdes, grandes, su cuerpo era más grueso, sus senos comenzaban a relajarse. Me vio y calló, pero de inmediato recobró la concentración. No pude acercarme, seguí trabajando con mi cámara, entrevisté a la coordinadora de un grupo de enfermeras, sentía la mirada de ella sobre mis espaldas, mientras entrevistaba tenía ganas de voltear a verla, y al terminar lo hice de manera discreta. Ella me veía, al descubrir que la miraba, desvió su rostro. “El dinero de las campañas políticas se deben destinar a los damnificados”. Esta frase estaba en un cartel donde ella coordinaba la ayuda que llegaba. Salió de prisa dando órdenes, caía la noche, con su casco de minero iba alumbrando sus pasos… Pasó cerca de mí y no me miró…

Días después, en la noche de Tlatelolco de 1985, cuando en ese momento se le comenzó a llamar a ese movimiento social la Sociedad Civil y ésta había tomado en sus manos el rescate de los atrapados en los escombros y apuntalando edificios a punto de caer, el gobierno del presidente Miguel de la Madrid por fin había reaccionado: llegó el ejército aplicando su plan de emergencia para estas tragedias. Los grupos de brigadistas de la sociedad civil fueron hechos a un lado, pero ahí estuvieron siempre presionando y ayudando, organizando brigadas, aprendiendo a ir juntos los unos con los otros para trabajar con rapidez y recolectando sabiduría.

Los sobrinos de ella, muchos días después, serían encontrados bajo toneladas de escombros, sus cuerpos fríos, refugiados en el baño con la muchacha. Ella dijo que, cuando temblaba, siempre corrían ahí, decían que era el lugar donde se sentían seguros.

Pero esa noche, todavía con una pequeña esperanza, viendo cómo el cantante de ópera Plácido Domingo estaba hombro con hombro buscando a sus familiares, usando un tapabocas para evitar que el polvo entrara a su boca, más o menos a la cuatro de la mañana, echaba pestes contra el gobierno, se escuchaban a lo lejos los ruidos de los trabajos de rescate, ella, cansada, se acurrucaba en mí para preguntarme: ¿Soy celosa?

Y yo, en plan conciliador, respondí: Un poquito… ella sonrió y remató: Mentiroso, lo soy mucho y me pongo muy loca… me miró a los ojos, me besó y me dijo: Déjame, soy muy celosa y no me puedo controlar, te veo con una mujer y me enciendo… Es mi trabajo, en ese medio hay muchas mujeres trabajando. Lo sé, dijo serena, y estoy consciente, pero no puedo contenerme, me gana mi carácter, tal vez si no fueras tan frío me sentiría más segura. Cómo, pregunté. Un cariñito, mi vida, un poquito de vez en cuando… No contesté, lo sabía, me costaba trabajo ser cariñoso, tocar a la gente o que me tocaran y ella tan dada, tan amorosa hasta el hostigamiento; la abracé.

Ella, unos años después, estaría en el Frente Democrático que impulsó la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas y lloró cuando supo que habían asesinado a Ovando y a Gil una noche antes de las elecciones, eran los hombres cercanos al candidato, ella siempre dijo que Cuauhtémoc había ganado la elección y que el PRI había hecho fraude con el conteo de los votos.

Treinta y dos años después del 85, en el mismo mes de septiembre, ahí estábamos los dos, tan lejanos y cercanos, la noche de un gran sismo, sintiéndonos. Lo más extraño, o no tan extraño, es que quería abrazarla, besarla y decirle palabras de amor.

Volví a su tienda. El camarógrafo me dio la voz de empezar a hablar, no sé muy bien qué dije de la historia de la fábrica de textiles y de la colonia Obrera, de los trabajadores y trabajadoras textiles, de los cabarets, de la calle Bolívar, no sé por qué recordé los grandes cabarets del barrio Obrera, hubo decenas por estas calles, ahora era una zona de venta de productos textiles: playeras, gorras, bolsas, y de imprentas y suajado. Cuando terminé de hablar, volteé a verla, nuestras miradas se cruzaron. Un hombre llegó, la abrazó, la besó y ella le correspondió.

Me dolía mucho ver esa escena. Ella no volteó a verme. Un joven de unos veinte años también la besó y una jovencita rubia de unos dieciocho años, llevaban uniformes de rescatistas. El hombre vestía con ropas de calidad; seguí trabajando… Habían pasado treinta y dos años…

Quise hablarle a mis dos jóvenes hijos, su mamá había fallecido hacía diez años. Les hablé y les pregunté cómo estaban, me invitaron a cenar junto con mi compañera después de trabajar. Miré la enorme montaña de escombros, le gente arribaba, sentí la noche, sentí la lluvia…

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