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Engarrótese ahí

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Que nadie se mueva. Alto o disparo, gritábamos apenas salir al patio de recreo: “¡Engarrótese ahí!”. Paralizarse, es el verbo, porque nadie debe pisar la calle, asomar, pasear por el parque, visitar la cafetería, acudir al puesto de periódicos (por cierto que los tres kioscos próximos a casa están cerrados desde el viernes pasado).

    La inmovilidad como norma para que de ese modo el bicho permanezca, igualmente, estático y poco a poco se vaya destruyendo en su lábil estructura molecular.

No salir, no saludar, no consumir. Solamente se pueden adquirir alimentos, medicinas, gel antibacterial. No hay modo de comprar otros bienes, un par de calcetines, un libro, un boleto para visitar Miami. Nada. Sólo jamón, plátanos y un litro de leche.

    Los niños de hoy, fascinados con esta experiencia equiparable a un viaje interplanetario constreñidos en la nave espacial, recordarán este periodo como “las siete semanas de paréntesis“ en que sus padres se volvieron especialistas en epidemiología, dejaron de hablarse y sólo tuvieron paz a la hora de acceder a Netflix, que fue ese otro “mundo real” donde había playas, aventuras, regocijo a la intemperie.

    Es correcto. Un “paréntesis” en la vida del que nadie teorizó, a no ser los distopistas que llegaron para mostrar que el apocalipsis de los zombies era posible… y que surgiría de un “mercado húmedo” en el centro de China. En su novela “1984”, George Orwell nos previno contra la dictadura totalitaria del Gran Hermano (Big Brother) que todo lo remediaría desde su control absoluto. A partir de esa propuesta, multitud de apuestas narrativas han optado por mostrarnos versiones diversas del fin del mundo, como son los casos de “Farnheith 451”, “El planeta de los simios”, “La naranja mecánica” o “The walking dead”.

    Así que no nos preocupemos demasiado. Este confinamiento forzado no es más que el capítulo perdido de una novela fallida que bien se pudo titular “El virus que llegó de Mongolia”. Y nos quejábamos de las malas ventas, el ambulantaje, el deficiente servicio del mesero. Ahora todo eso está extinto: no hay ventas, no hay comercio, no hay cafeterías. El mundo dio una voltereta (de la que no ha salido) y después todo será distinto. No es que se haya vencido al horrendo “neoliberalismo”, como nos quieren hacer pensar, sino que se demostró que los dos únicos entes sociales en pugna son los previsores y los desprevenidos. Alguien diría, lo contó LaFontaine en su famosa fábula aquélla, la de “La hormiga y la cigarra”.

    Ahora, por lo pronto, lo importante es pasar desapercibidos… por lo menos para el tan temido virus. Agua, jabón, alcohol, distancia, aislamiento. Guardados en casa (con la posibilidad gozosa, ¡por fin!, de leer esos veinte libros apiñados en el estante), nos reconciliaremos con las artes culinarias y la reflexión de lo que vendrá una vez que nuestro pontífice de redención, el doctor López-Gatell, advierta que ya podemos abrir las ventanas, las puertas, pisar la calle. Ah, salir al parque, sentarnos a la mesa y pedir un café, acudir al cine con las palomitas en la mano.

    “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ha perdido”. La sabiduría de la moraleja no podría tener más actualidad. El maldito bicho que nos ha privado del encuentro con los amigos, los amores, los lugares de esparcimiento. No pareciera muy distinta nuestra existencia, hoy, que la de J. Guzmán Loera en la prisión de alta seguridad de Colorado, salvo que no vestimos de uniforme naranja y podemos zapear a gusto los 40 canales de la televisión hasta quedar dormidos.

    Uno de los derechos fundamentales del hombre, citado en la Carta de la Declaración, es precisamente ése, el del libre tránsito. Ir a donde se nos antoje, faltaba más. Ahora “engarrotados” en los 70 metros de reclusión doméstica a que obliga la pandemia, ¿no añoramos como nunca esos paseos en que fuimos dueños del aire y algo más? Lo bueno, aseguran, es que después de las próximas doce semanas de infierno vendrán los días de inmunidad y recuperación. Lo malo, ya lo verán, es que el mundo será otro. Y tendrá consecuencias.

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Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.

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