Transitábamos por la vieja Carretera Nacional a paso cansino, acabábamos de pasar Mil Cumbre ese irrepetible tramo de alrededor de 50 kilómetros de curvas cerradas, con un peralte que invita a la volcadura, entre bosques cerrados de pinos y mucha humedad.
Nos detuvimos como creo que debe ser obligado, a contemplar el paisaje desde un mirador que hacia abajo se pierde en el azul de un cielo trastocado.
Da la impresión de que pronto surgirán nubes, y en verdad la extrema humedad provoca una niebla que contribuye a la ilusión óptica.
Antes, vimos la cascada que se despeña medio centenar de metros entre dos cerros. Es angosta pero muy fuerte, al mirarla y acercarse imagina el curioso que una enorme manguera fue colocada para surtir a la fronda cerrada del arbolado que se pierde en la distancia.
Eso era lo que mirábamos y nos embrujaba antes de la locura de las autopistas, tan impersonales, tan planas y carentes de atractivo. La Carretera Nacional salía del kilómetro 13.5 rumbo a Toluca. Más preciso, donde hoy se encuentra el indecente nudo que parte con Los Puentes a Cuajimalpa y da inicio a la autopista a Toluca.
Salíamos hacia el Occidente y apenas al cruzar la capital del Estado de México, serpenteaba suavemente por una zona llamada Bosencheve, con los hermosos pinos enhiestos como guardias de palacio real.
Así se cruzaban, siempre por enmedio, diversos poblados donde la carretera era parte fundamental de sus actividades principalmente comerciales.
Por allí hasta dar con Zitácuaro, lar natal de don Manuel Buendía. Escala para descansar un poco, quizá caminar unas cuadras a la Plaza de Armas y sentarse en un café a ver pasar la vida, que en esos pueblos pasa lenta y majestuosa.
En la carretera, donde hacían terminal los camiones de pasajeros México, Morelia, Zamora,
Guadalajara, pequeños puestos ofrecían antojos regionales, principalmente las corundas con crema y las enchiladas placeras. Y las deliciosas gelatinas aquí llamadas jaletinas, de vino y leche.
Seguíamos viaje hacia Ciudad Hidalgo donde no había nada qué hacer, nada qué ver, salvo la casa de don Aquiles de la Peña, primero en toda su majestuosidad y luego los muros ahumados de la casa incendiada por la turbamulta azuzada nunca supe por quién.
Este episodio, del que fui testigo, dio pábulo a una magistral narración, “El agua envenenada”, de Fernando Benítez. Resumen: Ulises Roca en la obra literaria, enriquecido depredador de bosques, fue acusado de mandar envenenar los tanques de agua potable que surtían a la antigua sede del Reino de Taximaroa.
La chusma enardecida se amotinó y con la familia dentro de la casa, procedió a pegarle fuego. Llegó el Ejército y se acabó la rebelión, no supe las consecuencias ni tampoco si hubo muertos.
De Ciudad Hidalgo continuaba hacia Mil Cumbres y kilómetros antes de las curvas finales, salía la carretera a la Tierra Caliente, específicamente a Huetamo, tierra de los cantantes Los Tariácuris. Y más adelante, el fatídico puente donde supuestamente se accidentó un 2 de febrero de 1972 el dirigente magisterial Genaro Vázquez Rojas. Versiones con las que coincido, afirman que allí fue asesinado.Viene la calma de un camino recto, pasa al costado de la penitenciaría y luego el bello panorama del acueducto post colonial, recto, poderoso, hasta la fuente de Las Tarascas, inició del centro de la ciudad que ha podido preservar la arquitectura señorial de la colonia en el fundo original…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.