Gilda García
El Ángel de la Independencia
vino a tomar café conmigo.
Yo estaba sentada
bajo la ensoñación devota
de un lunes cualquiera.
El serafín patriota se posó en el alféizar,
sus alas doradas
se izaban triunfantes al espacio electrificado.
Aún no despertaba la urbe, pero la cocina,
resplandecía toda.
Con voz fuerte me anunció:
eres la heroína
que habrá de lanzarse
envuelta en la bandera.
Te despeñarás sobre otros cuerpos
en las fosas clandestinas.
Sus palabras fueron truenos
que azotaron la puerta.
El café mutó en riachuelo por el piso.
Ya soy heroína, dije.
Sobrevivo a mi nacionalidad,
con gestos prestados por la muerte,
a la peste distópica,
a los ciborgs represores de la milicia,
y a los ojos de buitres entronados en curules.
Todo ello
en medio de una selva de bits,
con quimeras masticando mis talones.
El angélico rostro, entonces,
se iluminó de sol,
sus iris me quemaron la conciencia
y con su mano, de firmes inclinaciones,
puso la corona de laurel en mis cienes.
Luego
voló fragmentándose.
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