Magno Garcimarrero
El invierno llega regularmente con una carga de virus gripales que atacan sin distinción de edades, razas y condiciones económicas. Es el mal contra el cual la ciencia médica universal no tiene remedio. Quien gaste en médico y medicinas de patente para aliviar la gripa, está tirando su dinero a la basura; sólo los remedios caseros y el amor maternal o conyugal, suelen obrar el milagro de paliar los molestísimos síntomas del catarro.
El gran número de nombres que tiene esa enfermedad, es indicativo de la importancia que los seres humanos le han concedido: gripa y gripe ya dichos, influenza, catarro, resfriado, disnea, moquera, tos y últimamente se le han agregado adjetivos y apodos como “influenza porcina”, “H1N1”, gripe aviar, chicungunya, y en algunos animales “moquillo”, “garrotillo”, sin hablar por ahora de la Covid 19 que merecerá capítulo aparte, porque los virus están en gracia de dios, más que los humanos que ya estamos clasificados como la peor epidemia del planeta Tierra.
Las epidemias de gripe han afectado incluso las relaciones internacionales y han estado a punto de provocar guerras, sólo porque a la amenaza en algunos países se le ha atribuido origen de otros que les caen gordos, como por ejemplo Europa que le llamó a la epidemia “gripe asiática”. En la época de la primera guerra mundial, se dijo que la “Influenza española” había cobrado más muertos que la misma guerra.
En México a cierto tipo de infección que afectaba incluso los órganos venéreos, se le llamó “Catarro Inglés” … acaso para jugar con el acento del gentilicio y trocar la palabra de aguda a grave.
El primero en describir los síntomas gripales fue Hipócrates, hace ya 2,500 años, pero no se sabe nada del primer paciente que se puso inútilmente en sus manos, seguramente pasó a mejores. Los Evangelios no hablan de ningún milagro de Jesús respecto a la curación del catarro o algo parecido; se cuenta que curó enfermedades tan difíciles como la lepra, la ceguera, la parálisis (¿poliomielitis?), la posesión satánica, ¡Bueno! Hasta resucitó difuntos, pero de que haya curado a algún catarriento no hay datos.
Por todo esto yo me imagino que el resfriado es una enfermedad divina, que cuando Dios había terminado ya la maqueta del mundo, después de seis días de desvelos y malpasadas, tomó en sus manos al pequeño homúnculo que más adelante sería el primer hombre (Adán) y justo cuando se lo acercó al rostro para verlo mejor, dada su miopía, se le vino un incontenible estornudo y, sin quererlo le insufló la vida con todo y catarro. Así que es muy probable que el primer humano resfriado haya sido Adán.
Discurro todo esto, porque el sábado pasado amanecí con un dolorazo de cabeza, moquera, lagrimeo, tos, garraspera, ronquera, huesos licuados y adoloridos… ¡Bueno! Ya todo mundo ha pasado por esto, pero encima una gripe a mi provecta edad, puede topar en que mi retrato luzca este año en el altar de las ofrendas el día de los fieles difuntos; pero sabiendo también que para este mal no hay remedio en las boticas, oí el consejo de una sabia curandera de todas mis confianzas, me recetó: “cortas una cebolla morada en rebanadas, antes de dormir te lavas las patrullas y te metes las rebanadas crudas de cebolla dentro de los calcetines, en la comba del pie; pones además otras rebanadas en un plato al lado de tu almohada; se repite por cinco días… o más bien cinco noches y, santo remedio, no hay bicho que no huya de tu cuerpo”.
Seguí el consejo al pie de la letra. Me acosté a las 8 de la noche bien encebollado. Al entrar mi mujer a la recámara sintió el golpe aromático y me preguntó: ¿Qué fuiste a cenar al Tigrín, o vienes de comer garnachas en Rinconada?”. Le expliqué el asunto curativo rematando la explicación con la frase convincente que me dijo mi curandera: “No habrá bicho que no huya de tu cuerpo”. Ella remarcó: “Pues esta bicha es la primera que huye”. Tomó su almohada y se fue a dormir a otro cuarto.
M.G.
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